Matriarcado de puerto de mar
Cristina Carneado, hija y nieta de pescadores y pescaderas, observa el pueblo maliayés a través del ascendiente femenino tradicional en la sociedad marinera
Si cierra los ojos, Cristina puede oír una vez más la campana que hace madrugar a los marineros, volver a ver «la luz de las seis de la mañana» y a sentir de fondo «esi barullu» de «gaviotas glayando» en el ir y venir de las mujeres de los pescadores acelerando los preparativos para la partida. Es Tazones hace mucho tiempo y se ve el puerto, distinto, desde el corredor pintado de azul de su casa orientada hacia la mar. Como todas. Vuelve a haber «casas guapísimas que hoy no existen», a hervir cortezas de pino en agua para encascar -teñir- las redes, y el río Respingón gana de nuevo el mar por donde solía, por la calle central del pueblo, en la que ahora se reproducen las terrazas de los restaurantes. Cristina Carneado, hija y nieta de pescadera y pescador, hermana y esposa de marineros, vuelve a abrir los ojos para mirar desde el Tazones de hoy el «matriarcado» que se ha visto siempre, dice, en los puertos de mar. Aquí pescaban los hombres y vendían las mujeres, con esfuerzo todos, expuestos ellos a la furia de la mar y ellas «a viva voz» y organizadas, cada una en su sitio del concejo de Villaviciosa después de caminar kilómetros y kilómetros a veces con treinta kilos de pescado en una caja sobre la cabeza. Y cada una con su sobrenombre, Aurora, «la Lula», iba andando a San Justo; «mi madre, Carmen, "la fía Nati", a Villaviciosa»; y otra Carmen, «la Tana», vendía en Quintes...
«La primera rula del pueblo fue ésta». La Cristi, que ni siquiera se pregunta de dónde viene su vocación por conocer la historia entera de su pueblo, es evidente, señala una casa particular con la puerta verde en el comienzo del barrio de San Roque, mirando hacia el mar a la izquierda de la calle principal llena de restaurantes. A su lado siguen «les palanques», un artilugio de madera remedo del que aquí arrastraba las lanchas a pulso para sacarlas del agua hasta la mitad del siglo pasado. Era, y sigue siendo, un poste vertical en el que se atravesaba otro en horizontal para poder girar el primero, ir enroscando en él las maromas y, así, tirando, subir las lanchas a tierra. Cuando aquí se hacían las cosas así, a mano, antes de pasar a utilizar el cabrestante con motor que también Tazones conserva ahora para solaz del turista junto a «les palanques», todo el pueblo salía, asimismo, a «librar el Riveru». Con la mar como fuente exclusiva de riqueza -la inflación de restaurantes y el descubrimiento de la hostelería vendrían mucho después-, los temporales eran catastróficos para todos y a todos concernía poner las lanchas a salvo. Para ello, y como Tazones era «un pedregal», «librar el Riveru» era lo mismo que levantar las piedras enormes que arrastraban las riadas y obstaculizaban la salida de las embarcaciones desde esta rampa que hoy está en el arranque del nuevo espigón. Cuando el mar tocaba a rebato, viene a decir Carneado, iba el sustento en ello y aquí no se escaqueaba nadie.
Este Tazones es otro, confirma la cronista oficiosa al detener el recorrido en el arranque del espigón que amplió Tazones a mediados del siglo pasado. Antes de tener dieciséis restaurantes y de volcarse con el turismo el pueblo acababa donde hoy empieza el dique que resguarda de aquellos temporales. La obra, informa la memoria de Cristina Carneado, se inició en 1932 y terminó en la posguerra, después de superar un paréntesis por la guerra civil. Ahí cambió el aspecto del antiguo puerto ballenero, en el que sus vecinos más viejos todavía son capaces de señalar los edificios en los que se «destazaban» los cetáceos para sacarles la grasa. Era el pequeño pueblo que tocaba diana a las cuatro de la mañana para poder «dejar la casa lista» antes de la salida del sol, donde las mujeres negociaban con el pescado que sacaban sus maridos. El «matriarcado» gobernaba una sociedad marinera donde la necesidad de arrimar el hombro era indiscutible. «Cuando no tenían Seguridad Social», rememora Carneado, se la inventaron. «Entregaban a la cofradía una parte de la pesca para tener de dónde sacar en caso de necesidad. Había hasta jornadas enteras de pesca que se dedicaban por completo a la cofradía».
El paseo de Cristina por la historia de su pueblo se ha topado con la «piedra el cai», en el muelle, en la esquina de la que hoy sale el espigón del puerto, uno de los sitios posibles donde, aunque «no se sabe con seguridad», pudo poner su primer pie en España el emperador Carlos I. «Tuvo que ser aquí o en el Sable Pequeñu», aquella rampa en la que en tiempos se varaba y donde se «libraba el Riveru», conjetura Carneado. «Pero fue en Tazones», rechaza de inmediato la polémica sobre un supuesto desembarco en Villaviciosa. Como aquí no había dónde alojar a toda la comitiva se fueron a la Villa, pero el sitio es este pueblo, que debe gratitud a los esfuerzos de los hombres de la mar y a los desvelos de sus mujeres.
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