La vuelta a La Camocha

El ex ciclista Coque Uría combina la nostalgia por el poblado minero de su infancia con el impulso del retorno y cierta indulgencia hacia la evolución residencial de la parroquia: «A veces los cambios son necesarios»

Marcos Palicio / Vega - La Camocha (Gijón)

El árbol es un plátano de tronco grueso, uno de los que adornan la calle C, «Carboneras», en el extremo Sur del poblado minero de La Camocha. José Manuel Uría González, «Coque», intenta sin éxito lo que solía hacer aquí cuando era niño. «Si éste lo abarcaba yo con los dedos». Esa evidencia inocente del paso del tiempo ha sobrecogido al ex ciclista nada más enfilar la calle donde nació, al acercarse al portal número 9 y señalar el corredor del segundo piso. El bajo mantiene el revestimiento de piedra en torno al portal, el ladrillo sigue recubriendo la parte superior de la fachada y el edificio, alargado, hermano gemelo de los que le rodean, ocupa casi toda la acera izquierda de la calle que lleva la barriada a desembocar en una explanada delimitada por una serie sucesiva de puertas rojas numeradas. Son las carboneras, que ya no se utilizan, que estaban a pleno rendimiento cuando Coque recorría en bici el suelo sin asfaltar de esta misma calle C, aún sin el sobrenombre, y jugaba partidos de fútbol con dos jerséis en funciones de porterías sobre aquella plaza de gravilla que hoy es un aparcamiento a media carga.

Al restablecerse del ataque de nostalgia, al comprobar que la nueva Camocha sin mina está más vacía que su cinturón verde reconstruido con adosados, Uría (La Camocha, 1969) comprende. «Aquí estás en la ciudad y a la vez en el campo», afirma, y «la calidad de vida que proporciona poder ponerse en diez minutos en el centro de Gijón y en el monte» tiene una de las claves del viraje. «Los cambios a veces son necesarios en la vida», concede. «La mina cerró y se construyó mucho, no nos podemos quedar estancados. Es una evolución». Casi sin salir del poblado se ve que La Camocha, aquella barriada minera cercada por el suelo agrario de la parroquia de Vega, tiene ahora colonias de chalés, campo de fútbol y pista de pádel, frontón, piscina climatizada y un gran supermercado. El poblado obrero redimido por la proximidad de Gijón «socialmente es otra cosa» y el choque «brutal», pero el deportista entiende el giro aunque sufra por la pérdida: «Me da pena, cómo no ve va a dar, pero también se veía venir hace tiempo». A él no hay que explicarle que se cae el que deja de pedalear.

A Coque Uría, sin embargo, la nostalgia le empuja siempre hacia aquí. «Me tira, ye lo mío, el sitio donde me crié y donde me siento a gusto». Ahora que ya no vive en Vega, a veces viene a hacer la compra, a visitar a su hermano mayor, Juan, o simplemente a comprobar que hay rincones que siguen como siempre y que Gabino e Isabel mantienen intacto el local con solera que a través de las décadas ha sido siempre el bar El Roble. Volver a vivir en La Camocha «es una idea que me ronda». Será que, sabiendo mirar, y sobre todo habiendo jugado en «les praeríes» que hoy colonizan los chalés adosados, se puede encontrar la fórmula para seguir reconociendo el barrio, a pesar de todo. Rascando en la superficie de este apéndice urbano de Gijón, hasta puede llegar a quedar al descubierto aquella personalidad que se fraguó superponiendo sobre el espíritu agrario original de la parroquia de Vega los sedimentos que fue depositando el recio y solidario temperamento minero. En esta porción peculiar del Gijón rural hubo una forma de ser propia, sostiene Uría, edificada, igual que el poblado, por la minería y las peculiaridades sociales de las poblaciones rendidas al poder de arrastre de la actividad extractiva.

-Y tu padre, ¿por qué no ye mineru?

Hoy ha perdido parte del sentido la pregunta que Coque Uría oyó tantas veces en el colegio en la conversación con algún compañero asombrado. El padre no, pero el abuelo sí. Esta población vivía al «noventa y tantos por ciento» de lo que salía del pozo y ahora no hace falta acercarse para percibir desde la barriada, a distancia, que la mina tiene puesto en la verja un cartel que dice «instalaciones industriales en ruinas». «Aquí el que no era minero era ganadero, y muchos las dos cosas», cuando las horas de infancia de Uría pasaban en el local de José Fernández Viejo, «Pepe el zapatero». Era el punto de encuentro de la chavalería y ya no se arreglan zapatos, pero sigue estando justo al final de la calle donde nació el ex ciclista, las paredes decoradas con recortes de prensa, vitrinas con minuciosas reproducciones en miniatura de monumentos asturianos y entre las fotos grupos de niños de excursión en el monte y algunas de Coque ya vestido de ciclista. Además de artesano fino de la madera, Pepe es «un enamorado de la montaña y era entonces el que iba recogiendo chiquillos por el barrio para llevarnos al picu San Martín», o Sol, el que tiene a sus pies la llanada de Vega y cuya cima acogía las acampadas de la Semana Santa. A la mente del deportista llega también «El Pistolero», un célebre vecino que sabía bien lo que había que hacer para entrenarse en condiciones: «"Al picu", me gritaba cuando me veía pasar en bici».

Uría, ciclista de floración tardía, profesional de 1992 a 2001, se subió a la bicicleta en serio en torno a los 16 años y para buscar los orígenes de la vocación no tiene que moverse de aquí. Señalando los montes de pinos que hacen la falda del picu Sol recuerda que el dinero para comprar la segunda bicicleta de casa salió en gran parte de la recogida y la venta de piñas a las mujeres del barrio, que las utilizaban para encender las cocinas de carbón. Después vendría aquella primera carrera en La Corredoria, con un maillot que combinaba el rosa y el arco iris del campeón del mundo, en la que aquel proyecto de deportista inexperto llamó la atención haciendo el recorrido entero «de cara al aire», fuera del pelotón. Allí mismo habló con él Manuel Antonio García, «Manzanillo», histórico ex ciclista asturiano, para proponerle que fichara por su equipo, el Alvarín-Rigel, el primero de su vida. Siguieron los nueve años y los siete equipos como profesional, el triunfo en la Vuelta a los Valles Mineros de 1997, la victoria en la Subida al Naranco de 1994 por delante de Pedro Delgado y todas las vueltas que siempre, de uno u otro modo, han acabado por desembocar aquí.

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