Entre Arnor y Davos

Pola que fue y hoy se disuelve, la capital de Yernes y Tameza podría recordar al reino del Norte de «El señor de los anillos»

FERMÍN RODRÍGUEZ / RAFAEL MENÉNDEZ CENTRO DE COOPERACIÓN Y DESARROLLO TERRITORIAL (CECODET) / Villabre (Yernes y Tameza)

Villabre podría ser Arnor, la capital del último reino del Norte que aún mantiene la vieja estirpe creada por Tolkien en su célebre saga de «El señor de los anillos» y que desde sus alturas contempla cómo las hordas de orcos avanzan hacia su destrucción. Sin embargo, aquí no hay orcos, ni uruks, ni elfos benéficos; sólo disolución. Como la caliza, Villabre se disuelve, lentamente. Es lógico. Villabre es un reino de carbonato cálcico, un reino alto e inexpugnable. Si juntásemos nuestras manos por los pulgares, y sólo dejásemos abiertos los índices de cada una, tendríamos una figura que ayudaría a comprender Villabre. Grado en la unión de ambas y el Teverga y el Pigüeña como índices. Entre ambos, una lengua montañosa de cumbre plana, los puertos de Marabio, y en el escalón inmediatamente inferior, Villabre. Situada en el centro de una gran dolina, una depresión cárstica, circular, únicamente abierta por una angostura por donde se precipita el río Tameza, al que sigue la fantástica carretera que en unos 35 minutos en coche nos bajará, como si de una montaña rusa se tratase, hasta Grado. Fue el reino de los pastos altos.

A él se puede llegar desde Teverga o desde Grado, villa desde la que arrancamos por una carretera estrecha y de buen piso, que sigue la vega aluvial que forma el Cubia cuando alcanza la depresión de Grado. Carretera que pronto deja abajo el río y comienza a subir trazando un imposible veril en uno de los muros calizos del profundo tajo en que se ha convertido el valle. Se alternan túneles de piedra, repuelgos o viseras en el mismo material y pronunciadas curvas para atravesar las riegas laterales que se precipitan al fondo del barranco. Entonces la vegetación ya no es exuberante, sino lujuriosa, la humedad se condensa, los musgos y líquenes forran los arboles y el día se oscurece al entrar en tan oscuro túnel vegetal, donde apenas si se columbran los castaños ahijados. El bosque encantado.

Vamos cogiendo altura, al fondo, sobresaliendo entre la vegetación, las cumbres calizas recortan su perfil aserrado y blanquecino. De vez en cuando aparece una casa a la vera de la carretera y en la minúscula acera que hace de terraza un par de viejecitos toman el sol y cuentan los coches. Les sobrarán dedos en las manos en dos horas largas de aforo.

Durante unos cientos de metros desaparece la pared caliza aplomada y la pendiente permite que milagrosamente se sostenga en ella una casa rodeada de prados de siega, no aptos para segadora. Los muretes de fábrica se suceden, a veces casi bajo la rasante de la recrecida carreta por sucesivas capas asfálticas, lo que desde luego facilita la labor a los dueños de la tená cuya cumbre apenas si se alza sobre el piso de la carretera y cuyo ventenu queda justamente en la rasante, por lo que en vez de meter la hierba aquí la descargan. La carretera no es para ir deprisa, tiene una escala ciclista y está tendida, muy bien trazada, una gran obra de ingeniería que repta por la ladera, ascendiendo trabajosamente.

Al acercarse a San Miguel, kilómetro 14, aparecen prados abandonados en la ladera de la izquierda, a la derecha unas buenas vacas pastan en una pomarada por encima de la carretera. La antigua escuela parece una minúscula barca navegando en el flanco de una descomunal ola verde con la cresta blanca y despeinada.

En El Llanón, curioso aumentativo que prueba la fina ironía local, la carretera se bifurca. Podemos seguir hasta Tolinas, cierre del valle y nacimiento del Cubia, o seguir su afluente, el Tameza, para dirigirnos hacia Villabre. Como hacemos esto último, entonces nos toca bajar en esta singular atracción. Y bajamos, pero al mirar hacia arriba acertamos a ver las huellas de la acción kárstica en forma de enorme cueva y de grandes surcos de disolución, que aíslan mogotes e hiladas calizas. Un poco más allá, el perfil de la ladera se regulariza ofreciendo una fastera cubierta por el rojizo felechu otoñal.

Un cartel anuncia La Vega, pero ¿dónde está? Hay que calibrar el ojo a otra escala, ajustar la sensibilidad. Es una vega minimalista, donde apenas si caben las ovejas que allí pastan. De hecho, el mastín vigila desde un ribeyu. A continuación entramos en un túnel de vegetación, la carretera está nidia, se hace la luz y aparecemos en la ladera de enfrente, desde la que confirmamos la impresión de casas empericotadas que nos produjeron las que vimos un poco antes.

En el kilómetro 18 entramos en el concejo de Yernes y Tameza. La sensación de escobio es acusada, a ello contribuyen los 3,5 metros de anchura de la carretera. Los postes del tendido eléctrico nos acompañan en versión 1950 y entramos en un túnel de piedra, que según la temporada puede ofrecer al viajero una opción acuática. En el kilómetro 19 una desviación anuncia Yernes a otros dos, seguimos al sur y cambia el aire, entra el castellano. Y aquí está la frontera del reino de los pastos altos. De repente, a 21 kilómetros de Grado, ya no ascendemos, pues entramos en un gran anfiteatro natural, una inmensa dolina, una gran depresión. Arriba, el cantil pelado, abajo la olla feraz, bien cuidada. Paisaje suave, con prados y rimeros de árboles.

Aparece el barrio del Salón, compuesto por una única casa. Al fondo, la espadaña de la iglesia parroquial de Tameza y en el kilómetro 22, junto a la desviación a los puertos de Marabio, encontramos una acera de piedra con baranda rústica, fanales sin cristales y una fuente de 1886. Tres perros ladradores nos dan la bienvenida a Villabre. Pola que fue y que hoy se disuelve. Claro ejemplo de la falta de proyecto de país, de la escasa sensibilidad general para apreciar sus recursos. Que viajan por el tiempo sin rumbo. Que no se fija por suprimir ayuntamientos rurales, vieja idea que en otra época ya proponía cierto gobernador civil, y que contribuiría a bajar a los pobladores de las aldeas a la ciudad, «con lo que así nos salen más baratos». Triste ahorro el que quiere dar fin a los hermanos pequeños del mapa municipal y a sus exiguos presupuestos, como si la fusión de concejos no acumulara estos recursos en los municipios absorbentes. Yernes y Tameza ha sido ocupado por una comunidad vecinal de manera continua desde época prerromana. Su concejo tiene sus raíces en los tiempos de Ordoño I y la monarquía asturiana, y se constituye como vecinal libre en la desamortización de Felipe II, por la compra de la jurisdicción que hacen sus vecinos al rey. El desafío de la modernidad, interpretada al modo astur, puede consistir en ayudar a que no se quiebre la larga línea de la tradición y a reinventar una nueva forma de ocupar el territorio. Cuidar el territorio también requiere saber ocuparlo. Para ello es fundamental conservar bien las instituciones locales, pilares del sistema, guardianes de la voz y agentes de desarrollo. Lo que no se contradice, más bien todo lo contrario, con la necesidad de continuar y mejorar la cooperación con sus vecinos en los proyectos de desarrollo local. Y, en caso de degradación extrema, con la vigilancia de las prácticas para ocupar la Corporación municipal y su desviación hacia proyectos desvinculados del interés general, pues hay que extremar las cautelas para que ayuntamientos tan pequeños no sean dominados por intereses ajenos a la comunidad o utilizados electoralmente.

La esquisa la delimitan la Casa Consistorial, con su reloj parado en las doce y veinticinco; la iglesia, con su antiguo campo hoy alicatado, y sobre él una empacadora que se une al resto del parque móvil municipal, disperso entre hórreos centenarios con antenas de televisión en la talambera y amplias paneronas desportilladas. Una casa bloque de varios pisos exhibe su rojo ladrillo sin cargar, un cartel anuncia que se vende lo que fue un restaurante de grandes ventanales de sofisticada carpintería metálica y casas con quintana se desparraman por los alrededores. Una viejecita sale apresurada llevando un calderu con esllava pa los gochos. Al poco ya no la vemos. Esperamos. Después de un rato aparece por la puerta de cuarterón. La saludamos y charlamos brevemente. Nos enteramos de que no llegan a cuarenta los vecinos. «Menos, menos, veinte o veinticinco». Que son atendidos desde el Ayuntamiento, un consultorio médico, un Juzgado que abre martes y jueves de 11 a 12, y que tienen un centro social ahora lleno de cajas de bebidas para atender la fiesta del Rosario.

 

Artículos relacionados

El placer del exilio y la naturaleza viva.

Marcos PALICIO

El escultor mierense Lluis Antón Gutiérrez cambió Palma de Mallorca por el retiro creativo en ...

Medicina natural

Marcos Palicio

La capital del concejo más despoblado de Asturias, ejemplo del declive agrario, exhibe su ...