Juguetes y caramelos para la villa mayor
El pueblo piloñés, que creció al ritmo de la industria para el mercado infantil, se enfrenta al cierre de la fábrica de Chupa Chups y a la búsqueda de alternativas para fijar habitantes además de empleos
La villa, para hacerse mayor, quiso una bola de caramelo con palo y un tubo cilíndrico de plástico que saca pompas de jabón. En Villamayor no huele tanto a golosinas como a galletas en Aguilar de Campoo, pero aquí las chucherías alimentan y los juguetes dan juego. De momento, porque Perfetti Van Melle tiene sus dudas. El propósito del grupo empresarial italo-holandés de cerrar en septiembre la factoría piloñesa de Chupa Chups sobresalta y ensombrece el horizonte y compromete seriamente el futuro de este pueblo que incrusta palos en los caramelos desde 1958, que da de comer así a 120 empleados fijos y al menos otros tantos eventuales e indirectos. Y aunque tampoco abunden los niños en esta orilla del Piloña donde todavía se fabrican sus caprichos, la industria ha remolcado siempre este lugar gracias a todo lo que desde aquí se ha exportado para ellos a casi todo el mundo. Mandan los niños merced a la coincidencia de los dulces de Chupa Chups con los «pomperos», las peonzas y los yoyós que produce General de Juguetes, y si se apura la casualidad, hasta con los potitos que Nestlé fabrica en Sevares, cuatro kilómetros al Este. Pero no sólo. Hay carpintería, construcciones metálicas, ortopedia, embutidos, muebles... A Villamayor se entra desde Oviedo después de dejar a la derecha un pequeño parque empresarial que va por su tercera fase y lo que queda de su zona rural no está a la vista desde la travesía urbana de la N-634.
La industria gobierna aún, pues, este valle amplio excavado por el Piloña y abrigado por el Sueve donde la actividad empresarial se diría mucho más que suficiente para el medio millar de habitantes que contaba el pueblo al terminar 2009, pero que no ha bastado para contener una pérdida de población que, aquí también, se ha llevado un diez por ciento de los pobladores desde el arranque del siglo. Hay casi más suelo industrial que lugares para vivir, simplificará muy rápidamente algún vecino rastreando en busca de las claves. Se excedió el Plan de Ordenación en la reserva de terrenos industriales, le acompañará después Andrés Rojo, presidente de la parroquia rural de Villamayor y de la federación que agrupa a las 38 entidades locales menores del Principado.
Carlos Fernández-Cernuda, sin embargo, está de regreso. Madrileño hijo de villamayorinos, ha emprendido el viaje de vuelta sin haber hecho el de ida, cambiando la gran capital por las posibilidades que le ofrece el pequeño pueblo de sus padres. «Soy el primero en mi familia, en ochenta años, que ha hecho el viaje a la inversa», confirma. Con una mano restaura en la casa paterna unos apartamentos para vivir del turismo y con la otra traza el paisaje humano de Villamayor echando un vistazo apresurado a lo que da de comer en su grupo de amigos. «De los diez, ocho trabajan en Chupa Chups, otro en General de Juguetes y el que queda está en Nestlé, en Sevares». Vale. La muestra sirve, el presidente de la parroquia rural la da de paso y lamenta que se haya construido poco, que muchos otros se hayan marchado y que hayan faltado casas para retener aquí a los trabajadores de la industria local. El Bezal y La Ería, la vega del Piloña a partir de Chupa Chups está catalogada como zona industrial, protesta, cuando el pueblo tiene ya para eso un polígono y esos barrios «serían lugares ideales para viviendas».
En una plaza de El Caneyu, tres casas antiguas con cartel de «se vende» le dan la razón -«la vivienda que hay disponible es vieja»- y en todo el pueblo apenas se encuentra un solo edificio de nueva construcción, «el parchís» según el bautismo popular por su fachada multicolor. Contiene once viviendas sociales a cuya propiedad optan 38 familias, «algunas de fuera y mucha juventud», celebra Rojo, pero apenas hay nada más desde que la crisis ahuyentó a un constructor vasco que tenía un proyecto para la salida del pueblo, camino de Sevares y Arriondas. En estas dificultades para fijar población se verifica aquí la doble dirección de las nuevas comunicaciones mejoradas. Las carreteras traen con la misma facilidad que llevan y Villamayor «ya no es rural», constata el presidente de la parroquia. «Estamos a media hora de Oviedo, ya casi somos el centro de Asturias».
Aquí el paisaje amenaza con cambiar sustancialmente si definitivamente se consuma el palo al caramelo. La enorme nave blanca en El Valledal, la nueva es de 1994, se ha pegado más al pueblo que la antigua, y no sólo físicamente. Casi se ha asociado a su nombre, precisa Andrés Rojo mientras calcula por encima «un porcentaje alto de trabajadores de la villa». «Movió mucho el pueblo», resume Celestino Muñiz. Él conoció al padre de todo esto, Enric Bernat, en 1955, trabajó en la carpintería donde se hizo la primera tolva de azúcar que utilizó la factoría primitiva y entró de contable en Chupa Chups cuando el palo incrustado en los caramelos era aún una extravagancia ocurrente de aquel inquieto confitero catalán que si no inventó la «porra» sí la hizo internacional desde Villamayor. Aquí «heredó» y transformó Bernat la obra del indiano piloñés Manuel Granda -Granja Asturias en origen-, de modo que todo empezó en Piloña, insisten ahora que amenaza el final de la ligazón entre el pueblo y esta histórica golosina que sigue cubierta por el logotipo diseñado por Salvador Dalí. Muñiz salió de la fábrica jubilado en 1992 después de 29 años en la empresa y dejó trabajando allí a una de sus hijas, pero no ha entrado nunca en la factoría nueva. Su idea de este pueblo también concede que la planificación urbanística «benefició más a Infiesto que a Villamayor» cuando permitió que la zona industrial comiese terreno a la urbanizable.
«Algo tendrán que hacer ahí, es mucha nave». Ismael Sierra, villamayorino y copropietario de General de Juguetes, no pierde la esperanza. También empezó a trabajar en la fábrica de caramelos y sacó de ella un conocimiento del mercado infantil que le condujo hace cuarenta años hacia una empresa familiar en la que la estrella es «desde el principio» un artilugio simple que hace pompas de jabón. Hoy, de su factoría en el polígono de Lleu, 12.000 metros cuadrados y unos treinta trabajadores, salen 22 millones de «pomperos» al año para vender a niños de 47 países. Además de cubos, palas y rastrillos para la playa y toda una serie de piezas industriales de plástico reciclado con las que no se juega, como drenajes para autopistas o diversos tipos de envases... Ellos resisten, aunque «la situación económica no es nada fácil para nadie», confirma Sierra con la experiencia que da trabajar con «un derivado del petróleo», con la competencia desleal de las copias exactas de sus artículos y con productos, en fin, baratos pero prescindibles y muy alejados de la primera necesidad.
La villa industrial que quiere un museo y «puede abarcar bien el turismo»
De repente, pues, en Villamayor urge un poco más la búsqueda de alternativas. «Éste fue siempre un pueblo industrial», sigue Sierra, «posiblemente uno de los que tiene más industria por habitante en todo el oriente asturiano», pero ahora, de pronto, el cierre de la más grande puede aceptarse como un aviso. Carlos Fernández-Cernuda se ha puesto al turismo en Casa Amancio y Casa Josefita, una vez que ha descubierto que este pueblo no se agota en sí mismo, que tiene al fondo el Sueve y todo el entorno natural del concejo de Piloña, que está «a 35 minutos de cualquier playa buena» y concentra condiciones idóneas, asegura, para centralizar muchas propuestas de turismo activo. Por eso su idea de establecimiento singular completa los apartamentos y el restaurante con un pequeño zoológico autóctono -ocas, patos y algunas aves exóticas, asturcones, oveyas xaldas y urogallo- y ofrecerá rutas a caballo y clases de equitación, entre otras fórmulas para sacarle todo el jugo a los alrededores naturales del pueblo de su familia y, por extensión, a esta región que para el descanso «se ha puesto de moda». Pero esto ya estaba en el mapa y ya sobrevivían en Villamayor cinco alojamientos, uno de cuatro estrellas, en total aproximadamente un centenar de plazas, además de tres restaurantes, seis bares, tres supermercados, farmacia y dos médicos, completa el recuento Andrés Rojo. «Ésta es una población que puede abarcar bien el turismo», sentencia, sobre todo desde que ya no se parece a la de hace treinta años, cuando Andrés Gullón llegó de Zamora para acabar siendo guarda forestal en Piloña. No recuerda haber visto «ni arcenes ni aceras», esto era poco más que la travesía de la N-634 y «llamaba la atención que estuviese tan abandonado».
Por comparación, afirman aquí, ese «cambio exagerado» puede dejar a la villa en disposición de diversificarse sin dejar de luchar por conservar «toda esta industria que tenemos» ni de exprimir posibles atractivos con muchas posibilidades de futuro. Entre ellos, se juzgan sobresalientes las estrategias para conseguir que llegue hasta este pueblo la onda expansiva del «boom» de Sidrón. A la cueva-hogar del neandertal en Borines se va por aquí, de modo que se aguarda como si de maná se tratase el desbloqueo de la posibilidad de que el museo se instale en una finca de Cajastur en Villamayor. Es la compensación que necesitan, viene a decir Carlos Fernández-Cernuda, para encajar el golpe que se le adelantó esta semana a la industria motriz de los caramelos y encontrar definitivamente algo que «nos ponga en el mapa».
Mientras llega esa transformación, el plano de la localidad piloñesa seguirá combinando la travesía urbana de la carretera nacional y su completo muestrario de servicios básicos con la zona rural, que asalta al paseante nada más abandonarla y encontrar El Caneyu y Carúa, cambiar los coches, los bares y el consultorio médico por el silencio y las huertas y la tranquilidad de un pueblo cualquiera de los que no fabrican ni caramelos ni juguetes ni muebles ni estructuras metálicas. Lo rural está escondido, fuera del alcance de la vista del que sólo pasa por aquí, pero existe, y allí Iván Molina corta palos para sostener les fabes, Miguel González trabaja la huerta y, plácidamente sentada a la puerta de su casa, Azucena Tolivia bromea sobre «el pueblo de las dos mentiras». Ni villa ni mayor.
A la vuelta de la esquina acechan otra vez el ruido y la calle principal, la Villamayor urbana, sobresale de nuevo tapando los oficios tradicionales del campo, muy menguados aquí por la oferta que en los últimos tiempos ha garantizado siempre la industria. Esta carretera que durante años hizo de Villamayor lugar de paso imprescindible hacia Santander ha perdido tráfico desde que el camino más rápido se ha marchado hacia la costa, pero tampoco se echa de menos. «El paso principal hacia Covadonga sigue siendo éste», advierte Andrés Rojo, que hasta agradece que a raíz de ese desplazamiento de los ejes de comunicación haya bajado la intensidad del tráfico pesado en la villa. No molestan los que pasan aunque bordeen sin mirar el palacio de los Álvarez Nava, hoy hotel de cuatro estrellas, y el parque del doctor Vera, lleno de niños jugando con un balón de fútbol entre la iglesia de estilo colonial -1930- y el ábside del templo románico de Santa María, lo único que sobrevive de él y del convento benedictino al que perteneció y que sigue siendo «el único monumento nacional declarado en el concejo de Piloña», presumen aquí. Después de ser cementerio, cárcel y escuela, hoy se le adosa un edificio para todo con biblioteca, centro social y sede de la parroquia rural.
El Mirador
_ La vivienda
Menos zona industrial, que «ya tenemos un polígono», y más vivienda para conseguir que los que todavía trabajan en las empresas de Villamayor «tengan facilidades para vivir aquí», reclama Andrés Rojo.
_ La cultura
Villamayor debe defender su industria sin olvidar otras potencialidades posibles. En el museo de los neandertales que vivieron en la cueva del Sidrón se esconde el recurso turístico esencial que se columbra desde Villamayor y en su capacidad para atraer visitantes y generar empleo residen muchas esperanzas del sector si finalmente el equipamiento se hace aquí.
_ La naturaleza
Puestos a sacar partido a todo lo que la naturaleza ha puesto aquí gratis, alrededor del pueblo también están los tesoros de la Piloña rural y el Sueve, con sus potencialidades para el senderismo y las actividades al aire libre y 847 hectáreas de monte de utilidad pública sólo en la parroquia de Villamayor.
_ «Para la juventud»
Las persianas bajadas informan de que el despoblamiento asociado al envejecimiento también es aquí un problema. Para que se queden, solicita Rojo, «habría que preocuparse de los jóvenes, que apenas tienen adónde ir o dónde divertirse en el pueblo».
_ El polígono
El parque empresarial de la recta de Lleu tiene en marcha las obras de su tercera fase, con una superficie bruta de 27.311 metros cuadrados, y a pesar del viento contrario de la crisis se espera como uno de los motores económicos del pueblo.
_ El tren
La parroquia aceptaría una solución para evitar la peligrosidad de los pasos a nivel en Villamayor que no supusiese partir el pueblo en dos.
_ ¿Una variante?
Sacar los coches de la travesía de Villamayor beneficiaría tal vez al tráfico, pero aislaría a la localidad, así que despierta recelos entre sus habitantes. El pueblo prefiere que se le vea, que los que pasen, se pone como ejemplo Carlos Fernández-Cernuda, «vean mi restaurante».
Artículos relacionados
El aroma de su hogar
El gimnasta villamayorino Iván San Miguel, olímpico en los Juegos de Pekín, retrata el pueblo de ...
La villa más dulce e industriosa
La localidad piloñesa, que vinculó el desarrollo a su vigor empresarial, vive en una encrucijada ...