Macondo es un pueblo de los Oscos
José Antonio Álvarez Castrillón, próximo cronista oficial de la comarca, evoca su vínculo con el espacio «mágico» que le atraía de niño y alimentó después su vocación de historiador
Las historias que contaban los abuelos sucedían en pueblos montañosos anclados en el pasado, tan alejados de Oviedo, en el tiempo y en el espacio, que excitaron la fantasía de un niño de ciudad. Los Oscos, la tierra de la familia, tenía «algo de mágico», la fascinación de los territorios que viven solamente en la imaginación infantil. Al descubrir que todo aquello existía de verdad nació un historiador. José Antonio Álvarez Castrillón (Oviedo, 1966), profesor de la Universidad, ovetense con ancestros en los tres concejos de los Oscos y pronto cronista oficial de la comarca, recuerda así el origen de su vínculo con aquel que fue «mi Macondo particular», ese escenario misterioso, desconocido y estimulante, reconstruido en su memoria a la estela del universo ficticio que se inventó García Márquez en «Cien años de soledad», pero aún hoy plenamente real, en algún sentido felizmente inalterado cuando en lugar del niño mira el historiador.
Los Oscos existen y al comprobarlo, «cuando fui hasta allí con uso de razón», rememora, «me sorprendió la enorme carga histórica del lugar, la certeza de que hay pocos territorios con esta continuidad de testimonios, tremendamente rica para un historiador». Es la huella intacta del paso del tiempo que Castrillón señala encima del mapa arqueológico de la comarca, salpicado de puntos indicadores de conjuntos megalíticos, túmulos, restos de minas romanas y castros... Un vestigio histórico abrumador de esta que es, a su juicio, «otra cultura. He escrito más allá del Palo hay otra Asturias», afirma. Otra que es además plenamente la suya, porque su árbol genealógico encuentra raíces en los tres concejos que fragmentan administrativamente esta comarca en la que el cronista observa «una unidad geográfica». Su casa en los Oscos está en A Valía, en territorio de Santa Eulalia, pero casi haciendo frontera entre los tres municipios. «Mis abuelos maternos eran de San Martín, los paternos de Santa Eulalia, los cuatro se fueron a vivir a Villanueva y allí se conocieron mis padres». Precisamente a ellos, a José y Eva, «que ya jugaron de niños -esa patria- entre las ruinas del monasterio», se consagra con esta frase la dedicatoria del libro que recopila las investigaciones de Castrillón sobre el viejo convento de Santa María. El gran edificio marrón sigue acaparando el paisaje de Villanueva y todavía se cae, sus muros tomados por la vegetación, los tejados derrumbados, alguien dirá que olvidado como toda esta comarca que todavía se siente al margen de casi todo en su rincón ondulado del occidente asturiano. «El abandono se lo comió y la naturaleza lo reclama; es una vergüenza», sentencia el historiador.
Al que se ha preocupado por él le duele. Y Álvarez Castrillón está a punto de publicar la «Colección diplomática del monasterio de Villanueva», que mereció el premio «Padre Patac» de investigación en 2010 y es, a juicio de su autor, «la más importante de la Edad Media asturiana si se exceptúan los conventos ovetenses». He ahí otra prueba de la trascendencia histórica del cenobio, la sede del «poder más fuerte en toda la zona» más allá de la Edad Media, un «símbolo de toda la comarca» seriamente deteriorado por la prolongación hasta el presente de lo que Castrillón define como «uno de los destrozos de la Desamortización de Mendizábal». En aquel siglo XIX, el fin de la propiedad de los monjes empezó a amenazar la supervivencia del monumento porque se resolvió «con prisa», explica el historiador, «en una subasta tramposa. Había un encargado de pujar por todos, para traspasar al pueblo la titularidad del edificio, pero al final compró para sí mismo». Se fue parcelando con la propiedad privada y el correr de las herencias, además de residencia particular fue cuartel y hospital durante la Guerra de la Independencia y la carlista... «Cinco años después de que se fueran los monjes», lamenta Castrillón, «ya estaba hecho polvo». Ya no están en Villanueva ni siquiera los que lo vieron caer.
Ahora, el Principado está a punto de concluir el último trámite para hacerse con la propiedad total del inmueble, pero quedará el problema del uso, un obstáculo «no tanto por lo que cuesta la obra de rehabilitación», apunta el historiador, «como por la sostenibilidad, el mantenimiento y la necesidad de que tenga detrás una actividad que lo haga sostenible». El consejo de la historia decía que debió haber sido desde el inicio «un elemento al servicio de la comarca, como quisieron los vecinos» cuando optaron a comprarlo para hacer escuelas. Eso indica «un nivel educativo y un dinamismo más alto de lo que es habitual en pueblos de este tipo», afirma Castrillón, pero una vez más no pudo ser. Su forma de cambiar la historia era instalar allí un colegio, el mismo que los monjes habían prohibido cuando dominaban el concejo y sometían a sus habitantes, cuando eran «grandes capitalistas» que tenían una herrería dentro del cenobio o sacaban réditos de una pesquería en el río Navia de la que llegaron a salir 6.000 salmones.
Lo poco que queda de todo aquello sobrevive hoy a duras penas, abandonado como toda esta comarca llena de huellas del pasado «a la que sin embargo nunca se ha prestado mucha atención», denuncia el profesor. «El foco se puso en el centro de Asturias» y toda la región contrajo «una deuda histórica enorme con esta sociedad rural que el desarrollismo arrumbó. Hubo que apostar por la industrialización a toda costa y lo han pagado aquí».
A la vista de una de las ventanas del claustro del monasterio, comida como casi todo por la maleza, José Antonio Álvarez Castrillón pasa al futuro con el gesto torcido y un diagnóstico «muy pesimista, pero por una pura razón biológica. Hay un umbral demográfico que ya hemos rebasado y a partir del cual no sé si esto será sostenible», apunta. La apuesta imprescindible de «fijar población» y «atraer a nuevos pobladores» tiene en el reverso la certeza de que así esto se transformará en algo que «ya no van a ser los Oscos», pero es que el daño está hecho y es irreversible, «puede que la cultura tradicional haya desaparecido ya de forma irrecuperable. Paradójicamente, las mejores vías de comunicación han hecho desaparecer el tejido humano y ahora viajamos allí a hacer autopsias». «No se puede vivir con nostalgia, ni pretender que todo sea como antes, pero debemos ser conscientes de que estamos asistiendo al fin de una etapa que ha durado bastante más de mil años». A lo mejor el futuro consiste en arbitrar alicientes en lugar de sanciones para el que decide vivir en el campo, una vez más volver la vista atrás y aprender: «En la Edad Media, el monasterio consiguió una amnistía fiscal para sus vasallos».
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