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Julián Ayesta, el último caballero

11 de Agosto del 2012 - Antonio Parra Galindo (Cudillero)

La redacción de SP, diario ubicado en un garaje paredaño a una de las últimas vaquerías, allí donde Cristo pegó las tres voces de aquel Madrid hacia los comedios del siglo pasado, quería ponerle puertas al campo de la libertad a la búsqueda de una fórmula nueva para hacer periodismo. Fracasó pero abrió brecha en la España del desarrollo y fue una experiencia que a muchos nos marcó de por vida.

Allí batí mis primeros cobres en la profesión y entre sus redactores figuraban algunos asturianos que luego serían insignes: Alfonso Calviño, José Luis Balbín, Manuel Antonio Rico, si mal no recuerdo, también Diego Carcedo portaba por aquella nave de pollos con alguna colaboración.

A la plantilla pertenecieron el dibujante Máximo, burgalés; el leonés de Busdongo J. L. Gutiérrez (fallecido este año), el cántabro Vicente Botín y el palentino Félix Ortega, uno de los grandes corresponsales españoles en Nueva York; el gaditano Gaciño; otro de Burgos, Luis Ángel de la Viuda, que sería director de TVE, y alguno más que se me queda en el tintero por no venirme a la memoria. Pero sobre todo la pluma galana, el editorialista de pro, era el gijonés Julián Ayesta Prendes.

Le recuerdo hecho un figurín, elegante, luciendo traje de alpaca por verano, una melena rizosa que se le apelotonaba hacia atrás. Llegaba a la redacción con un caniche o acompañado de su bella novia, Elena, que luego sería su mujer, francesa, el último número de «Le Monde» bajo el brazo y nos comentaba la última crónica de J. A. Novais, la bestia negra del régimen por aquel entonces. Atildado, exacto. Fumaba con una elegancia de lord británico tabaco negro emboquillado. Hombre ingenioso y de porte romántico. Tal vez el último romántico. Muy moreno pues en su aspecto se detectaba esa cubanía de muchos que nacieron en el Principado de madre mulata, de origen indiano o militar. Lo que él decía iba a misa con aquel vozarrón, y sus sentencias eran lapidarias.

Nosotros, jóvenes inexpertos, bisoños en el arte periodístico, llenos de brío y entusiasmo aunque inexpertos, escuchábamos a Ayesta a orejas desplegadas. Era capaz de proferir las mayores barbaridades contra Franco sin descomponer el gesto y haciendo gala de su buen humor gijonés. No parecía de los del culo moyáu sino un auténtico ovetense que había corrido mucho mundo. Admirábamos su gran pluma y sus conocimientos en todas las materias. Pese a su mordacidad cáustica a la hora de juzgar a los próceres de la política, era de una bondad eximia dentro de su caparazón de dandy hecho y derecho. Generoso, hospitalario como el que más, una gran persona y excelente personalidad, un español distinto y distante; distinguido, casta de hidalgos.

Nunca utilizaba argumentos «ad hominem» ni se entregaba a desmesuras en la descalificación personal. Lo suyo no era tachar, sino poner tildes, esto es, matizar, por cuanto estaba dotado de una gran capacidad para el humorismo y para el debate. Todo un caballero, vaya. Habiendo procedido de la izquierda, era muy amigo de nuestro director Rodrigo Royo, un falangista y también excelente escritor al que volvieron la espalda sus propios camaradas. Pero estas traiciones están a la orden del día en un país como el nuestro, y contra ellas el único antídoto es la baraja de la paciencia. Julián Ayesta, el último caballero: así se fija su imagen en el recuerdo de los que lo tratamos. Al fumar, levantaba el cigarrillo marca Goya en el aire como si fuese la lanza con la que don Quijote pretendía desfacer entuertos. Acabo de leer una novela suya póstuma, «Helena o el último verano», deliciosa composición en la que brilla un Julián Ayesta para mí desconocido que nada tiene que ver con aquel editorialista que subía las escaleras del andamio que daba acceso al despacho del director acompañado de su perrillo de aguas.

Me ha recordado por la rapidez y la facilidad descriptiva a Pedro Mata, aquel catalán enamorado de Avilés que es el que mejor describe en sus relatos el movimiento isócrono de las olas que van a morir a la playa o estallan contra las restingas de los acantilados de Artedo. Gran prosa, digna de un maestro. Julián, lo que son las cosas, no debió de tener suerte con los editores, lo que me reafirma en la convicción de que la buena literatura, aquí, como el paño bueno, se vende en el arca y no se expone al retortero. La luz es bajo el celemín que sigue iluminado, al alcance de unos pocos afortunados. La obra se lee de un tirón. Tiene ese toque mágico característico de los grandes narradores. Toda una sorpresa. Julián pertenecía a la carrera diplomática. Cuando cerraron el SP lo perdí de vista. Creo que ocupó legaciones en Ámsterdam y en Jartum. Murió en los años ochenta.

Es una pena que este país, tan generoso con los de fuera, sea tan cicatero con los de dentro y niegue el pan, o haya negado el pan y la sal, a escritores de la talla de Ayesta o de Faustino González Aller, otro gijonés chapó al que conocí en Nueva York y del que les hablaré otro día.

El SP, que se adelantó al diario «El País» en quince años, y fue el periódico más democrático de los tiempos de Franco, lo integraban una serie de brillantes profesionales de la vanguardia asturiana. No deja de ser gratificante haber conocido y trabajado con una generación de hombres de pluma tan importantes a los que genéricamente lIamábamos de «los de Oviedo». Entre ellos sería Lalo Azcona el que llegaría más lejos, el primer «anchorman» al estilo de Walter Conkrite que tuvo Televisión Española.

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