Carta abierta al ministro de Educación
Señor Wert:
Lo reconozco: estoy obsesionada con usted. Ha conseguido soliviantar mi memoria, tan acallada. Me presento: ex profesora de la Universidad de Oviedo, jubilada. En tiempos inicuos de la patria, nací a este mundo, un día de abril del año que inauguró el nuevo orden de fasces y lágrimas, de espesos silencios y gloriosos himnos de amaneceres azules.
Señor Wert, es usted ministro. El conocimiento de nuestra historia reciente se le supone. Recordará que, con el atolondramiento del triunfo militar y el conato de empezar la historia, mediante la innovación retrógrada de enseñanzas y conocimientos sumisos, se tomaron unas medidas de limpieza de sangre política (nunca mejor dicho) muy eficaces. Entre ellas, la eliminación del cuerpo de Magisterio, así como el de Correos y Telégrafos; se cortaron de raíz las vías de la educación y las comunicaciones, que habían empezado a desarrollarse, a contratiempos, durante los breves años de la II República. En consecuencia, quien ahora se dirige a usted no pudo ir a una escuela. No había escuelas públicas y, si algún local arruinado o destartalado quedaba en pie, no había maestros. Brotaron colegios religiosos, de pago, alejados del pueblo. Haga un esfuerzo, señor ministro, y póngase en mi lugar de muchos. Imagine: diez años, diez (1939-1949), sin escuela, sin sentarse en un pupitre, con su agujero para el tintero; sin ver mapas en la pared; ni cuadernos, ni pizarras, ni lápices de colores; sin la compañía de niños y niñas para jugar en clase o hacer novillos, como Pinocho; sin cartilla, ni Catón, ni libros de cuentos... ¿Y entonces? –se preguntará, con natural incredulidad–. Siempre nos quedará un periódico, benditos sean: el «ABC», por ejemplo. Como se lo digo: en casa, bajo la mirada, la tutela y el estómago vacío del padre: A, B, C, y de la D a la Z entre las letras grandes de los titulares; después la letra menudita, en fila india, como hormigas, ¿o como inmigrantes camino hacia Melilla? Puro desciframiento. ¿Entender el periódico?, ¿comprensión lectora? Vaya usted a saber. De vez en cuando, prácticas en una cartilla prestada, con dibujos y todo. Leer tenía su intríngulis, su gracia y mucho misterio, pero el esfuerzo, aliviado sólo por la curiosidad, resultaba agotador. Así que protesta y una petición insoslayable: «¡Quiero ir a la escuela de don Valentín!» (un maestro algo «desafecto» que daba clases en su casa y que me recibió, sin pagar, bien avanzado el curso 1948-1949). Contra todo pronóstico: examen de ingreso. Bachillerato en otra ciudad. Beca, con su ineludible rendición de cuentas y resultados, «output», pero sin el «input» de libros, recursos, buena alimentación, habitación propia. Primer cuaderno, a los 15 años, se acabaron los pretextos y los múltiples inventos, para ocultar la vergüenza de no tener el instrumental necesario para hacer los deberes: carencia de recursos escolares, como parte de la privación material generalizada. ¿Se hace cargo de la humillación que eso supone, en plena adolescencia, señor ministro? Pero la vida escolar continúa y se aprende necesariamente por obsesión y por ósmosis. De pronto, un parón: anemia por el «no comer» proteínas; peligro de ir a mayores. Preventivamente, al Preventorio. Desarraigo. En Ontaneda, todo es húmedo y verde y se come, se canta y se baila, se hacen excursiones, se visitan cuevas del Castillo y la Pasiega. Se olvida el exilio, los miasmas se van, salen a la cara los colores. Regreso al Sur, perdido un curso. Vuelta a empezar, sin beca. Nueva solicitud; angustiosa espera de respuesta. Con la beca recuperada, la posibilidad de tener algún libro y cuaderno y plumas. Cada comienzo de curso, a la puerta del instituto, la algarabía por el trueque y la compraventa de libros usados, auténticos manuales que rotaban de mano en mano, con glosas en los márgenes, con señales de dedos grasientos, algún borrón y alguna hoja perdida. Pero esos «manuales» ya no eran suficientes. Había que leer más. Otra exigencia enérgica: abrir para mí las vitrinas que guardaban los libros que necesitaba. Pero no eran para prestar a una niña. Insistencia: «¡Pero los necesito y los quiero!». Consultas a dirección. Por fin, la llave al bedel y vitrinas abiertas. Así aprendí que, cuando el deseo arraiga y su razón de ser se sostiene obsesivamente y se expresa con ingenuidad y sin tapujos, se pueden abrir incluso las solemnes y elegantes vitrinas de un instituto. Pero lo más increíble: esa actitud pedigüeña, señor ministro, no tendría que haberse producido de haber dispuesto de la biblioteca familiar cuyos libros, como en tantas casas de los «malísimos» de entonces, tuvieron que ser quemados en la lumbre de las cocinas, para esquivar el trabajo de los bomberos de azul y camisa nueva, «Fahrenheit 451», que se presentaban en las casas, arrojaban los libros al fuego y se llevaban al dueño para darle el «paseo». Cosas de la revolución futurista conservadora. Usted sabe que no invento, porque su Gobierno, con su inestimable colaboración ideológica, nos retrotrae obstinadamente a los tiempos aquellos del «Auto de Fe» celebrado el 23 de Abril de 1939 en el patio de la Universidad Central de Madrid. Ahora, todavía, no hay «braseros», pero sí expulsiones a la intemperie de demasiados jóvenes suficientemente preparados, nuestras fuerzas productivas más necesarias en la era del conocimiento y la innovación.
Basten estas pinceladas, que ya me duele el alma. Imagino que se estará preguntando a qué viene traer a colación ese pasado negro, tan fuera de lugar. «¿Qué tengo yo que ver?, ¿qué querrá de mí?». Comprendo su incomodidad y su perplejidad, pero:
Subtítulo :Evitar los errores del pasado
Destacado:La contrarreforma de la enseñanza que ha emprendido tan aguerridamente quizá sería comprensible en una posguerra fatídica, pero es injustificable en la situación actual con un capitalismo sin enemigo a combatir y con un adversario pasmado y distanciado de sí mismo ante la avalancha de medidas políticas disparatadas y opresivas
- Lo que le relato no es algo personal de un pasado acabado, sino el presente de ese pasado que está ocurriendo aquí y ahora. Un presente de privaciones materiales de toda clase y todo género, que es experimentado y vivido por demasiadas familias, niños, adolescentes y jóvenes. Un presente robado a tantas vidas minúsculas, en aras del gran futuro perfecto; un presente pro futuro, que debería ser fecundo, pero que está siendo cercenado por decisiones políticas torpes, malsanas y por la inquina supersticiosa de una ideología sádica, moral y cognitivamente suicida.
- Señor ministro, ni usted ni el Gobierno que lo sustenta tienen derecho a remover el cieno y el limo depositado en tantas memorias rotas. Se me descoyunta el entendimiento y me duele la barriga y me suena el corazón cada vez que oigo, veo (todos los días) a madres quejándose de que sus hijos no tienen libros y han de utilizar fotocopias; que niños se marean en clase porque no han desayunado y ni comer pueden ya en la escuela; que maestros y profesores tienen que lidiar con más alumnos de la cuenta y trabajar más horas y cobrar menos; que a quienes necesitan una atención especial (niños o adolescentes con diversos grados de autismo, dislexias, tristezas, etcétera) se les deja a su ser, sin advertir que el cuidado, la observación profesional de esos «fallos» o diferencias personales, es lo que contribuye al avance y al desarrollo del conocimiento y de la ciencia y con ello a la plasmación de la conciencia y la capacidad de amar, caracteres básicos de la condición humana.
- Señor Wert, explicite sus preferencias: ¿la excelencia de unos pocos y la marginación humillante de los más?, ¿innovación tecnológica soltera o renovación colectiva de las reglas democráticas?, ¿cómplice en la administración calculada de sedantes a jóvenes y mayores para facilitar la asfixia total o valor para retroceder en la carrera hacia el atolladero? Lo sabe: no se puede servir simultáneamente a la democracia y al fascismo; al conocimiento libre y a la superstición atenazante.
- La contrarreforma de la enseñanza que ha emprendido tan aguerridamente quizá sería comprensible en una posguerra fatídica, pero es injustificable en la situación actual con un capitalismo sin enemigo a combatir y con un adversario pasmado y distanciado de sí mismo ante la avalancha de medidas políticas disparatadas y opresivas. Señor ministro, ¡no se puede desperdiciar ningún talento!
Se preguntaba qué quería de usted. Esto: dos pasos atrás para rectificar o un paso largo adelante para dimitir. No espere a que haya que decírselo dándole un empujón para que se caiga por las escaleras de su Olimpo.
P. S.: Empieza a clarear. Marea alta. Las olas van y vienen, amenazantes, con rapidez desconocida. Un hombre apoyado en la barandilla, medio doblado, como a punto de caerse. Me acerco. ¿Se encuentra mal? Sí. ¿Le llevo a casa o al hotel? Al Parlamento. ¡Estamos en Gijón, señor! En avión, por favor. Un taxi. En el aeropuerto, un equipo de seguridad se hace cargo del Ministro. Gracias, me dice. Haga saber que haré una declaración urgente sobre mi última voluntad política y sobre la decisión que he tomado. Buen viaje, señor Wert. Quedamos a la espera.
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