San Antonio, el santo de todo el mundo
Escucha amigo mío…
Si yo fuera escultor, y tuviera que hacer una estatua a San Antonio, lo primero que reflejaría sería su rostro ovalado, expresivo, que tenía una voz potente, como lo describe su biografía conocida como Legenda Asidua. Pero no me olvidaría de reflejar su bondad, luego al Niño Jesús que lleva en sus brazos, tampoco el libro que recuerda la importancia de la formación, ni el lirio que le acompaña como señal de la pureza, pero añadiría también una talega de pan blanco. ¡Y de buen pan! Porque el Niño, el libro, el lirio y el pan son los que hartan el alma y llenan de consuelo a toda gente que en el mundo tiene devoción a San Antonio.
Los santos no están para estar quietecitos en los altares o en el cielo. Todos han sido molestos, porque han tenido que luchar contra esa corriente de egoísmo y de mediocridad, que invade nuestro pícaro mundo. Por eso cuando pasa un hombre bueno, como San Antonio, se alegran los pájaros, los peces, aquella mula del milagro de Rímini, cantan los niños, ríen las muchachas, y hasta una ola de simpatía invade los palacios de los Ilustrísimos. Y también el buen Dios está contento, porque sabe que, aunque hacemos muchas cosas mal, todavía quedan hombres buenos por donde nos viene el latido caliente de Cristo.
Tengo mi simpatía por San Antonio porque está en todas mis parroquias de la Marina. Y también es un santo clave de la parroquia de San Francisco. Y hoy veo a la gente feliz en esta fiesta entrañable de un santo humilde. Y es que cuando se comparten la bondad, la sencillez, la cercanía, el pan, con la gente nunca desaparecen. Contagian. Y este santo “el más popular del mundo", como le llamó León XIII, ha ido consiguiendo “hacer familia”, sostener a muchas almas que sufren, y animarles en la fe y en el amor a Dios. Por eso lo aprecio, porque es: humano, humilde, amigo, creyente, valiente. Y santo. Adorable.
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