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Divagaciones vacacionales

13 de Agosto del 2017 - Agustín Hevia Ballina

El casi divino vate Virgilio tiene una de las expresiones más hermosas de la literatura latina para sintetizar los amores y querencias a su tierra mantuana, amada y exaltada con calor y cariño desmedidos, donde para él radicaba la fuente plena de su poesía, donde se reflejaba la Arcadia de sus entrañables amores de poeta y vate, casi a lo divino. Virgilio contempló así a la patria de las Musas, que habitaban la Arcadia feliz y dichosa. Y allí, en su patria querida, en su “Arcadia Feliz”, se puso el poeta a sí mismo, como entronizado en el corazón de su Arcadia, proclamando a los cuatro vientos la expresión más enaltecedora que expresarse puede: allí, en efecto, en su tierra de amores y amoríos, allí se contempló el eximio vate haciendo como una síntesis valorativa de su tierra y patria: “et ibi, in Arcadia, ego”. Allí, parodiando al divinal vate, cual si fuera la tierra mía, mi tierra fecunda y nutricia, cual si fuera la tierra mía de Lugás, la tierra amada y bendecida por las Musas: “allí sí, como en un trono, allí, en mi Arcadia de felicidad y de mis cariños sin medida, me encuentro yo, en la Arcadia mía: “Et in Arcadia, ego”.

Es mi primer día de vacaciones en Lugás, en mi Lugás del alma, en mi tierra y mi patria de nacencia en lo físico, donde vi la luz primera en las cercanías de mi “Santina del alma, de mi Santina querida, de mi Virgen de mis quereres de niño, de mis amores de adolescente, de mis querencias de adulto, de los amores todos de mi persona”. A Ella le digo siempre:

“Santina nuestra de Lugás, sé tú el colmo de mis quereres y de mis amores”, tú eres para mí “vida, dulzura y esperanza mía”, tú constituyes para mi alma la meta de mis ilusiones.

Subtítulo: Los veranos en la Arcadia feliz de Lugás (Villaviciosa)

Destacado: Uno descubre que las puestas de sol más bellas no necesita ir a buscarlas al Cabo Sunión de la Grecia eterna, o a la isla de Lesbos, en un atardecer glorioso de casi éxtasis, que eso y mil veces más lo tiene ahí todos los días en mi tierra del alma, la de mis raíces

Para otros quizá la búsqueda del tráfago mundanal, la compleción de sus ansias de ver y de visitar, esté en moverse en medio del mundanal ruido. También uno pasó por esas ansias y esas inquietudes y recorrió media Europa, en búsqueda preocupada del mundo del clasicismo de Grecia y de Roma: Londres, París, Venecia, Milán, Viena, Salzburgo, la Ciudad Eterna, Atenas, Estambul, unas raíces para la europeidad y sobre todo una raíces para mi cristianismo, mis convicciones de creyente, mis ansias cargadas de búsquedas de estéticas inacabables, por todos los derroteros del Arte, de la piedad y de la Historia. Al final, al igual que el toro se refugia en las tablas donde encuentra más seguridad, así se van a parapetar mi alma y mi espíritu, allí donde encuentra seguridades para su fe, para sus creencias, que son las de mis padres, las de mis abuelos, las de todas las generaciones de las que recibí el hálito de la fe de creyente en Cristo, de mi condición de discípulo, que es decir, con el Padre Astete, de mi condición de cristiano, que lo proclamo a todos los vientos, que lo siento en lo más íntimo del alma, hasta el hondón y la médula de mis huesos. Para sus amores, en fin, uno descubre que donde más seguro se encuentra es en la tierra de sus raíces. Que no hay amaneceres parangonables con los de su pueblo de Lugás, que las puestas de sol más bellas no necesita ir a buscarlas al Cabo Sunión de la Grecia eterna, o a la isla de Lesbos, en un atardecer glorioso de casi éxtasis, que eso y mil veces más lo tiene ahí todos los días en mi Lugás del alma, que las estéticas de una naturaleza lujuriante o las medulares esencias de una efervescencia de la naturaleza, unos paisajes inigualables, los tiene ahí al alcance de la mano, sin otras apetencias a sentir, que superen a las que te ofrece tu Lugás del alma.

¡Qué más podré apetecer, que el contemplar como primera visión matutina, allí mismo, desde mi casa, el reloj de sol, en la pared de la Iglesia, casi enfrente, el reloj de sol que pintó Fray Hilarión de Ugaldea, monje expulsado de Corias, y que lo dio por terminado el 15 de enero de 1822, recibiendo por él la compensación de 120 reales, con más 38 por el albayalde que había empleado!

Emprendo el caminar más querido, dirijo mis pasos hacia mi queridísima iglesia de Santa María de Lugás. La luz allí tiene otros brillos, otras formas de mostrarse, de perfilar los contornos de las cosas. Las maravillas del arte al servicio de la fe se te exhiben allí con plena profusión, en la más lograda nitidez de sus perfiles. Dentro sabes que hay Alguien que no te falla: no puedes menos de encontrar al Hijo, sí, ya lo sé, tienes fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero de una cosa estás plenamente seguro, que lo que no te fallará es la imagen de tu “Santina”, que llevas en lo más hondo del corazón y que te agrada exteriorizarla, para que otros, con posibilidad, aprendan también el camino a contemplarla, a rezarle, a exponerle tus cuitas, tus ansias y la profusión de tus ilusiones, antes de adentrarte a postrarte ante la Virgen de Lugás, de tus más hondos quereres. Allí, antes de entrar en las intimidades del santuario, puedes leer una expresión, hermosa y apabullante –felizmente fue ocurrencia de un cura el ponerla allí, en la pared, como una proclama de saludo para el que llega a visitar a la Señora, a la “Santina de Lugás”–. “Peregrino, bienvenido a la Casa de tu Madre”. Sábetelo bien, empápate a rebosar de las semánticas más íntimas de la expresión. Sábetelo bien, para ir al saludo de la Madre, no necesitas de recomendaciones, para llegarte, en cambio, al Hijo, ahí si te viene bien la recomendación de Ella, de la Madre, de “la Santina del alma”. Sabedlo cualquiera o cualesquiera que queráis acercaros a visitarla, siempre la encontraréis que os mira, que te mira a ti, no al de al lado, que te recibe a ti en abrazo para ti ilusionado –¿cómo podría ser de otro modo?–, que te mira a ti que llegas, si no es con ojos de Madre, que no pueden ser más que “misericordiosos”, esos ojos que a Ella, en plegaria encendida le rogamos vuelva a nosotros, desde que San Pedro de Mezonzo nos aprendió a deletrear las glorias de María, aprendiéndonos a rezar la Salve.

Seguramente que, después de la plegaria que hemos aprendido del angélico saludo, no se ha podido excogitar, ni pensar, ni musitar, ni decir, ni formular, ni rezar, entre los fervores más encendidos del alma, que la maravilla de las oraciones que el pueblo cristiano aprendió a recitar a honor y gloria de nuestra Madre del Cielo, la Salve. Si la proclamas “Reina y Madre”, si te atreves a decirle “vida, dulzura y esperanza nuestra”, si le pides con el corazón encendido de amores “vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”, ¿qué otra cosa puedes esperar de Ella, que el que “nos muestre –te muestre, sí a ti también– a Jesús, el fruto bendito de su vientre”, Ella que es “clementísima, que es piadosa, que es nuestra dulce Virgen María”.

Seguramente que la felicidad de estar unos días cercano a Ella, a mi “Santina del alma”, me ha dejado encandilar por el brillo y el resplandor de esta tierra mía, a la que amo y a la que siento cercana e íntima, cual ninguna. Lo repito y proclamo, aquí en mi tierra de Lugás, no dejo de exclamar: “Aquí, sí, en mi Arcadia querida, aquí me siento más yo”. “Dixi”.

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