Carta a don José Luis Rodríguez Zapatero
Si su «memoria histórica», señor presidente, vino a reabrir las heridas de aquella triste guerra entre hermanos, ahora, con esos 1.800 euros a señoras vejadas que fueron en el franquismo, hace mayor la supuración de esas heridas, que estaban ya cicatrizadas. Sí, señor presidente, porque verdaderos y generosos socialistas, de la mano de otros partidos políticos, así lo acordaron en la transición. El primer gobierno de su partido, que presidió don Felipe González, no tocó para nada el triste y doloroso pasado. Y otro tanto tenía que haberlo hecho usted porque la obligación de todo buen gobernante, ideología aparte, es unir a su pueblo y no dividirlo, que es lo que está haciendo usted y, además, deliberadamente. Por otra parte, tanto usted como el señor Garzón, al sacar de sus tumbas a los muertos de aquella guerra cainista -olvidando las del otro bando, que fueron muchas más- han vulnerado la ley de Amnistía de 1977, lo que resulta inexplicable en un gobernante y un magistrado.
Sin meternos en más honduras (crisis, grave situación económica y política que vive el país, su desgajamiento, etcétera), le diré, señor presidente, que si en la zona nacional se cometieron vejaciones -con algún canalla que las practicaba me enfrenté- muchas más y más salvajes hubo en la zona roja. Verá, entre otras barbaridades, se violó y asesinó a muchas religiosas. Y un ejemplo, nada más, bárbaro y salvaje, ocurrido aquí, en Asturias, en el pueblo de Nembra del concejo de Aller, el cura y el maestro fueron corados y sacrificados, como se hace con los cerdos, en la misma iglesia. En esta matanza y horrendo crimen participaron también mujeres.
Y ahora le explicaré a grandes rasgos, señor presidente, las vejaciones sufridas por mi familia, compuesta por mi madre, viuda, una hermana de 12 años y otra persona que era como una más de ella, siendo uno el único varón, con 15 años, estudiante y sin ideología política alguna. Una falsa denuncia en el comité rojo de guerra, y la familia destrozada: mi encarcelamiento, palizas, desvalijada la casa, llevándose cuanto de valor había en ella, arrancando incluso a mi madre las dos alianzas de oro que llevaba en el dedo -la que fuera de mi padre y la de ella- causándole una herida y empujándola después violentamente contra una pared. ¿Cabe mayor vejación?
Resumo y termino, señor presidente, diciéndole que, un sano comunista, me libró después de ser «paseado», ocultándome dos días antes de que mis otros seis compañeros de infortunio y sufrimientos, fueran arrojados a los Altos Hornos de Fábrica de Mieres. Liberada Asturias, señor presidente, ¿sabe cuál fue mi «venganza»? Pues como creyente y católico que soy -quiero dejarlo muy claro aquí, señor, ahora que tanto acosa y cuestiona este cristiana ideología- perdoné al que me quiso quitar la vida, salvando incluso la suya cuando iba a ser «paseado» por otros canallas, éstos ahora con camisa azul. Los otros, la tenían roja. Y añadiré, señor, que mi «venganza» fue más allá aún: proporcionar al causante de mis sufrimientos, tiempo después, un trabajo que otros le había negado por sus antecedentes más delictivos que políticos. Esta, señor presidente, es mi «memoria histórica».
En este buen periódico, señor presidente, de reconocida independencia, uno intentó promover y conseguir un encuentro entre todos los «supervivientes» de aquella tragedia del 26, sin otro objetivo que conocerse, confraternizar, darse un abrazo y tomar unas copichuelas. Vano intento, pues esta llamado cayó en el vacío, no tuvo respuesta alguna. Decepcionante. Y concluyo, señor presidente, rogándole encarecidamente que lleve por mejores derroteros la nava de España, y hágalo además, por favor, uniendo y no dividiendo a su tripulación. Porque de seguir la navegación política como hasta ahora, equivocado el rumbo y enfrentando a esa tripulación, todos nos iremos a pique irremediablemente. Y usted, señor presidente, como capitán del desnortado navío, será el responsable de su naufragio y hundimiento. Y por ello, mañana, le pasaría factura la historia, dicho sea con el mayor de los respetos.
Y, finalmente, diremos que uno está ya hasta los mismísimos cataplines de ver y oír a tanto osado y falaz opinar, escribir, historiar y pontificar sobre aquella tragedia del 36, que no conoció. Creo que los que tenemos autoridad y crédito para hacerlo, objetivamente y sin partidismo alguno, somos los que la vivimos y sufrimos, y algunos, cual es el caso de uno, con la muerte pisándole los talones. Dejemos a la historia el doloroso pasado, y a conseguir entre todos, hermanados, una España unida y mejor. Esto es lo que tenemos que hacer todos, gobernantes y gobernados.
Y la paz.
Ricardo Luis Arias
Aller
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