Las ayudas públicas a la minería
Una de las máximas que tenemos que tener presente los abogados es la honestidad a la hora de informar de las posibilidades reales de nuestros clientes en sus pretensiones, por eso nunca hemos de dar por seguros resultados que no dependan de nosotros mismos. Porque, como me enseñó mi maestro y compañero, Francisco Javier Flores Suárez, para ganar un juicio es necesario que se cumplan tres condiciones, a saber: tener la razón, probarlo y que el juez te crea. Todo lo que no se ajuste a esta máxima es engañar a los clientes, que, tarde o temprano, se darán cuenta y eso se paga muy caro, sobre todo en lugares no tan populosos.
Pues si este comportamiento nos es exigible, sobre todo porque gestionamos los intereses ajenos, con mayor motivo deberían los políticos actuar con honestidad, porque son responsables del futuro de los ciudadanos de un pueblo, de una región o de una nación. Sus aciertos o desaciertos repercuten en el día a día de todos. Pero, por desgracia, la sinceridad en la clase política brilla por su ausencia.
Uno de los engaños que insisten en querer colarnos es la bondad de la prórroga de las ayudas públicas al carbón. Saben perfectamente que, aunque se consiga prolongar algunos años más, tarde o temprano la Unión Europea prohibirá al Gobierno central mantener las ayudas públicas al sector. Y cuando llegue este día, ¿qué será de las cuencas mineras? ¿De qué vivirán? ¿O es que esta pregunta no se la han hecho porque están más interesados en vivir en el presente?
Esta actitud miope de los sucesivos gobiernos nacionales les convierte en responsables de esta situación. No sería justo derivársela a los dirigentes de los sindicatos mineros, que están en su derecho a reivindicar lo que estimen procedente. Parece mentira que haya que recordar que el Ejecutivo tiene como misión tomar decisiones, estableciendo prioridades, para lograr el bienestar del mayor número de ciudadanos, no para favorecer o contentar a un poderoso "lobby" como es el de los sindicatos mineros, que quieren mantener intacto su cortijo. Era su obligación no atender exigencias inadmisibles y perjudiciales para el interés general, aunque hubiese supuesto un desgaste electoral, pero que, a la larga, habría acabado siendo aplaudido por la inmensa mayoría. En cambio, pasarán a la Historia como los culpables del desastre económico que padecerá Asturias, si no se ponen inmediatamente a trabajar para remediarlo.
Aunque lo más triste de todo es haber visto la cantidad de oportunidades que hemos perdido de poder estar en la cabeza de España, porque no se han destinado todas las subvenciones y ayudas públicas que hemos recibido en la instalación de nuevas industrias que, a medio y largo plazo, no necesiten ser subvencionadas y que, obviamente, habrían generado riqueza para todos. Supongo que a unos servidores públicos vocacionales, si se ponen a meditar lo que han hecho, les entrará remordimientos de conciencia.
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