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El otoño prematuro que acecha al mundo rural asturiano

12 de Diciembre del 2010 - Raquel F. Menéndez (Salas)

La Asturias rural se va muriendo. Dicen que es éxodo rural y lo dejan ahí como si todo el mundo conociese el fenómeno con todo lujo de detalles. Nadie se pregunta por qué el pueblo no garantiza un futuro o lo garantiza a un precio muy alto (recorrer largas distancias cada día por estar lejos del trabajo, la Universidad, los lugares de ocio, vivir aislado durante el invierno, la ausencia de líneas de transporte público). Hay éxodo y los pueblos mueren, pero también hay quienes siguen viviendo en él. Hay abuelos (y también jóvenes, aunque cada vez menos) que se anclan a su viejo ecosistema sin que la palabra éxodo aparezca en sus diccionarios.

Mientras la ciudad con su incansable ritmo no para de crecer, nuestros abuelos se aferran al pueblo. Aferrarse al pueblo no quiere decir continuar viviendo en su casa de siempre porque la vida en ella sea fabulosa o fácil. Los modernos de ahora (los que viven en la urbe con todas las comunicaciones a mano, pudiendo subirse a un tren que los lleve a su trabajo cada mañana, sin necesidad de pasar por una hora de coche, y gozando de toda clase de recursos culturales y de entretenimiento para su tiempo libre) incluso se atreverán a decir lo bella que es la vida en el campo oyendo los pájaros cantar y pudiendo relajarse sin ruido. A éstos, a los creadores de la locución «irse al pueblo», alguien que viva en el medio rural sólo les puede responder con una larga (y ancha) carcajada para luego pedirles que frecuenten menos la cartelera americana en los cines. Aferrarse al pueblo es muchísimo más difícil que todo eso. Va mucho más allá de oír los pájaros cantar o ir a pasear sin riesgo de que te atropellen. Aferrarse al pueblo es quedar incomunicados en enero, el duro trabajo en la huerta durante la primavera y el verano, recoger castañas en otoño y asarlas al fuego; para luego volver al duro invierno, pegados a la cocina de leña. Aferrarse al pueblo es apasionarse haciendo todas esas pequeñas (grandes) cosas, pero también es esperar a que alguien se acuerde de que la soledad que inunda a sus habitantes se mueve tan rápido como la vida misma. Aferrarse al pueblo es amar la vida en el pueblo, pero ser ciudadano de un mundo paralelo al urbano al que los ayuntamientos, consejerías y ministerios tienden a olvidar.

Esa soledad pura y envolvente que respiran las personas mayores que viven en los pueblos (e incluyendo en la categoría de pueblo a las múltiples aldeas de cuya posesión Asturias puede presumir) a veces se muestra amable y a algunos abuelos les permite una tregua, no muy grande. Esa tregua son la hora, dos horas, tres, cuatro a todo lo más, que son visitados por una persona que los ayuda, no sólo en los quehaceres domésticos o en sus cuidados, sino que se vuelca en la lucha contra esa soledad a la que están sometidos cada día. Estas personas pican al timbre dispuestas no sólo a trabajar, sino también a compartir un café acompañado con una historia de esas que Asturias no engendrará jamás y a recolectar una sonrisa. Durante su visita, los abuelos se olvidan de que para que llegue el domingo y vean a sus nietos aún quedan unos días; o para que la desaparición de la nieve de la carretera permita bajar a la villa a hacer la compra (en el caso de que aún no sean demasiado mayores); o para que esas castañas calientes que están en el horno estén listas para cenar en este otoño que ha acechado al mundo rural asturiano antes de que estuviese preparado para ello.

Ya que parece (o nos hacen creer) que no existe solución para eso que llaman éxodo sin precisar muy bien lo que es, al menos que llueva menos en este otoño prematuro, que salga el sol en forma de más ayuda a domicilio para los abuelos solos. Y, de paso, que esta crisis que azota tanto al ecosistema urbano como al rural no muestre otra de sus caras largas al quitar al pueblo uno de los pocos beneficios que la Administración le otorga.

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