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Torna a Sorrento o tiempos de penitencia

6 de Marzo del 2011 - Ramón Alonso Nieda

He leído con sumo interés las cuatro entregas de LA NUEVA ESPAÑA en que don José María Díaz Bardales, párroco de barrio en la proletaria Gijón, nos desgrana una biografía en la que ni un solo día parece haberse puesto el sol del entusiasmo (aunque tampoco podía faltar, como veremos, la aguda espina dorada). Comenzaré sin embargo por lo que me parece un pequeño cabo suelto en tan vibrante retablo. En 1965, cuenta don José María, «Tarancón me destinó con otros dos compañeros a una experiencia nueva. Con Tarancón tuve mucho contacto. Incluso fue a pasar unos días con los que estábamos en Pesoz». ¿Quiénes eran esos «otros» que eran dos? Intriga que, en el bullebulle de una biografía que casi deja chicas a «La Regenta» y a «La Colmena», con sus más de noventa personajes con nombres y apellidos, y hasta con sus amables motes e hipocorísticos (el Peque, Cholo, Manolín, Tati, Paquín, Pepín, que se queda en Pin), aparezcan estos dos soldados desconocidos, enterrados sin epitafio, si no tirados en la fosa común del olvido. Tal vez la clave de ese pequeño lapsus esté en las clases de retórica en que un jovencísimo Bardales aprendería de los jesuitas a manejar la elipsis con soltura. Con José Stalin (que algo de retórica le habría quedado también de sus años de seminario), el que caía en desgracia desaparecía de la foto y de la circulación. La omisión del nombre podría ser una forma incruenta, sutil y hasta piadosa de eliminar del relato a algún convidado de piedra inoportuno. Peccata minuta en cualquier caso. O sea, lo de menos; abordemos lo de más, que no es poco.

Don José María se jubiló como profesor de Religión y sus antiguos alumnos todavía «se acuerdan de que les hablaba de Marx como un pensador muy importante y no un enemigo de la Iglesia». ¿Enemigo de la Iglesia, Marx? Todo lo contrario; algo así como el precursor de la teología de la liberación. Detrás vendrían los colegas que, habiendo entendido el mundo según Marx, se aplicarían a transformarlo con encomiable arremango: Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Fidel, el Che, Ortega, el subcomandante Marcos, el campechano Chavez; sin olvidar a Santiago el predilecto. A lo mejor en el próximo Concilio los declaran a todos Padres de la Iglesia, que esa lista no está cerrada. ¡Qué gozada! Y qué suerte que en el siglo XX sólo haya habido un par de dictaduras (la de Franco y la de Pinochet). Con clases de Religión como esas no haría falta Educación para la Ciudadanía (se matarían dos pájaros de un tiro).

Hace tiempo que al norte de los Pirineos la intelligentsia se deslegitimó por haber dado cobertura a la aventura política más siniestra (en el sentido doble del término) y mortífera de la historia. Il ne faut pas désespérer Villancourt fue la célebre fórmula sartriana para el pretexto de la impostura. Que los obreros del cinturón industrial de París no se enteraran de lo que los intelectuales ya sabían desde hacía años (que la Patria del Proletariado era una dictadura atroz, asentada sobre la miseria, el terror y el exterminio), no fuera a ser que abandonaran el partido y dejaran de votar comunista. Entre nosotros, la vida política se sigue moviendo por resortes muy rudimentarios y con cadencias arcaicas; la gente de sindicato, no pocos en los medios y casi todos los del espectáculo, actúan en política con un sectarismo primario, propio de la Komintern en los años cincuenta. En este contexto resulta cuando menos chocante que elementos del clero exhiban con esa izquierda (¿acaso tenemos otra?) una connivencia no sólo indulgente sino incluso admirativa, haciendo valer el repertorio de curas diputados de IU, de religiosos guerrilleros que cambiaron el fervor misionero por el ardor guerrero, de jesuitas ilustres que pasaron de prietas las filas al Comité Central del PC. Podrán ser esos clérigos majísimos, generosos y hasta piadosos, pero no es esa la cuestión. Como tampoco es la cuestión que la izquierda se haya vuelto ingrata y ya no se acuerde de cuando Bardales le prestaba la multicopista. La cuestión es si alimentar la ficción, invocando el Evangelio y la pastoral, de que la izquierda sigue siendo el partido de los pobres, no es precisamente la versión teológica (o llanamente clerical) del camelo sartriano con la desesperación de Villancourt.

Subtítulo: Reflexiones en torno a las "Memorias" de José María Díaz Bardales

Destacado:En los años sesenta, muchos (eclesiásticos y laicos) nos equivocamos mucho y no se desanda sin pesadumbre el camino errado. Pero si errar es humano, poca sabiduría se muestra al perseverar en el yerro como si de Mayo del 68 acá no hubiese llovido ni una gota (o no hubiésemos leído ni una página)

Destacado:Si el socialismo fuese la esperanza bíblica que se nos predica, las praderas del Principado estarían a punto de manar leche y miel

Los 6 millones del holocausto judío impiden alardear de simpatías con los nazis (¡afortunadamente!). En cambio, los 100 millones de víctimas de las revoluciones marxistas no impiden que se siga presumiendo de posiciones izquierdistas; constatación que sume en la perplejidad a Martin Amis. «¿Quién, si yo gritara, escucharía mi grito?», pregunta sin esperanza Rilke. De los inmensos cementerios bajo la luna del s. XX, cualquier alma bien nacida tendría que ser llorando el hortelano. No es decente mirar para otro lado para lucir, sin despeinarse, el tupé de progresía. En los años sesenta, muchos (eclesiásticos y laicos) nos equivocamos mucho y no se desanda sin pesadumbre el camino errado. Pero si errar es humano, poca sabiduría se muestra al perseverar en el yerro como si de Mayo del 68 acá no hubiese llovido ni una gota (o no hubiésemos leído ni una página). Es cuando menos sorprendente no ver el menor atisbo de autocrítica en los ministros de una religión que cuenta entre los siete sacramentos con el de la penitencia. ¿No irá siendo hora de hacer balance? Después de décadas de una asfixiante hegemonía de izquierdas en la que mantener cualquier criterio discrepante te coloca en el umbral del apartheid de lo políticamente incorrecto, cabe preguntarse si el clero que se autodefine como «luchador y progresista» no hace tiempo que dejó de ser rupturista para desarrollar un fenómeno simétrico del denostado nacional-catolicismo. Los extremos, además de tocarse, despliegan estructuras isomorfas, como programados por el mismo código genético. El ADN sería aquí, en ambos casos, la querencia del poder, el gratificante surfing en la cresta de la ola.

Si el socialismo fuese la esperanza bíblica que se nos predica, las praderas del Principado estarían a punto de manar leche y miel; Asturias sería ya la última parada antes de la Jerusalén Celeste, que es la estación de término. Pero descubrimos que es el zoco donde se despacha dinamita por quintales a terroristas a quienes nadie les pide el carné de manipulador de sustancias peligrosas. La camorra encuentra aquí en barra libre fármacos más estimulantes que la metadona. Si los aparatos de gobierno multiplican los panes y los peces, no mandan a los ochenta y pico mil parados que se vayan sentando para el ágape; se lo reparten entre cuatro amigos (a riesgo de tener que recuperarse del atracón en el balneario de Villabona). La obra pública está muerta y los sectores productivos a la deriva. El paro juvenil alcanza el 43%, aunque los más espabilados ingresen en las juventudes socialistas o en las mocedades comunistas (donde por ahora no hay numerus clausus). Pues ante ese panorama, Díaz Bardales, el que más se hace oír de entre los sacerdotes progresistas, no encuentra mejor discurso que el de recitarle a la izquierda el dolorido sentir de los amores no correspondidos. Pero en un registro mucho más cercano de Torna a Sorrento que de "Devuélveme el rosario de mi madre". En efecto, en cada una de las cuatro entregas se percibe como música de fondo, con la famosa multicopista por mandolina, el lancinante ritornello de «Non darmi questo tormento./Torna a Sorrento,/Fammi campare» (Ayúdame a vivir). –«Me duele cuando la izquierda ataca ahora a la Iglesia sin concretar», suspira el bueno de don José María, antes de «concretar» por su cuenta echando a los leones al pobre Rouco, pimpampúm de una progresía que, no contenta con controlar los presupuestos, la propaganda, la Policía y la judicatura, lleva mal la insumisión de la Conferencia Episcopal. Lo que no se le ocurre al bueno de Bardales es preguntarse si para un viaje a ninguna parte con tan dudosas compañías merecían la pena tantas alforjas.

Bardales habla con sencillez de las dificultades que atraviesa y es admirable el valor con que las afronta; me uno de corazón a los cientos de feligreses y de amigos que le desean un pronto y completo restablecimiento. Ni en la guerra se dispara contra las ambulancias; pero lo cortés no quita lo valiente y el debate que aquí se propone trasciende las diferencias personales de sensibilidad o de opinión. Ahí quedan estas reflexiones en estado bruto con la invitación y la esperanza de que voces más autorizadas las tomen a su cuenta para desarrollarlas o para rebatirlas. Operaciones, las dos, más productivas que la de lapidar al mensajero. Entre tanto y siempre, salud.

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