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La indefensión fáctica de los funcionarios públicos

29 de Septiembre del 2011 - Salvador Álvarez García (Oviedo)

En los tiempos que corren, en los que casi todo está en cuestión, incluso el sistema económico, como consecuencia de la crisis y del paro que aquejan al país, es frecuente asistir en los medios de comunicación a manifestaciones provenientes principalmente del campo empresarial que pueden resultar lesivas para los funcionarios públicos, haciendo recaer implícitamente sobre este colectivo la culpa de los actuales problemas que aquejan a la economía española, ya se refieran ésta al exceso de funcionarios, ya a su nivel de productividad.

Antes de abordar la cuestión, es conveniente hacer una precisión, ya que muy probablemente cuando se alude a los funcionarios se están refiriendo a todo el personal que percibe sus retribuciones con cargo al erario público, es decir, a lo que se ha dado en denominar «empleados públicos», que incluyen a funcionarios de carrera, de empleo y personal laboral contratado, este último, para funciones instrumentales que no requieran el ejercicio de autoridad. Esta precisión no es baladí, dada la distinta naturaleza jurídica de unos y otros (el funcionario de carrera, a diferencia del resto de personal, no está sujeto a una relación contractual, sino a una situación estatutaria unilateralmente definida por el poder político, con normas legales y reglamentarias, situación a la que accede a través del acto de nombramiento que le otorga su condición de funcionario, por lo que formalmente no está sujeto a despido).

Así las cosas, respecto de la primera de las críticas vertidas, relativa al exceso de funcionarios en sentido estricto, éstos son meros sujetos pasivos de las decisiones que el poder político toma respecto a las dotaciones que se concretan en las distintas ofertas de empleo público y que debemos entender se hacen con el máximo rigor, aunque sólo sea por el hecho de su peculiar naturaleza jurídica –inamovilidad de su condición funcionarial una vez hayan ingresado en la función pública–, frente al personal laboral, que está sujeto al Estatuto de los Trabajadores, como cualquier otro empleado por cuenta ajena del sector privado, cotizando al desempleo y, por ende, sujeto al mismo. Por consiguiente, el funcionario no sólo es sujeto pasivo, sino rehén –si se me permite la expresión– de aquella decisión política, ya que cuando el ciclo económico es depresivo le afecta negativamente (baste señalar la bajada de sueldos en 2010) y cuando es de bonanza económica, también, ya que no consigue mantener el poder adquisitivo de su salario al no existir un proceso de negociación colectiva con acuerdos vinculantes como en el sector privado, sino que, en última instancia, es el Parlamento quien decide las retribuciones, siendo las básicas de obligado cumplimiento para todas las administraciones.

En cuanto a la segunda de aquellas críticas que aluden a la necesidad de vincular la productividad del funcionario a su salario, en un artículo publicado en este periódico el 9 de agosto último bajo el título «Leña al funcionario, que es de goma», firmado por don Ignacio Arias, letrado de la Junta General del Principado, y que suscribo plenamente, se cuestionaba tal pretensión por la propia naturaleza de la prestación (no se trata de fabricar, construir, vender, etcétera), señalando al respecto ejemplos muy ilustrativos de la dificultad intrínseca de baremar, y añadía para el caso de superar este obstáculo que la valoración, a menudo en manos de responsables políticos o de un funcionario de designación libre, en el caso de aplicar las pautas de la empresa privada, su resultado podría comprometer las garantías de mérito e imparcialidad del funcionario, que, como se sabe, constituyen principios consagrados en la Constitución.

Profundizando en esta materia, y al hilo de esa realidad constatada de que la Administración puede elegir y, de hecho, así lo hace para sus puestos directivos funcionarios por libre designación, no es tan infrecuente como sería de desear que la elección recaiga en personas que carecen de la adecuada experiencia profesional e incluso de los conocimientos que se le suponen para gestionar con rigor la cosa pública, por lo que en estos casos la toma de decisiones cuando se pretenden aplicar postulados empresariales ligando productividad y una parte del salario del funcionario, suele descansar más en la arbitrariedad (amiguismo) que en la objetividad por la simple naturaleza del trabajo y la discrecionalidad administrativa mal entendida. Esta potestad discrecional que tiene la Administración para retribuir al funcionario por el concepto de productividad está sujeta a límites, entre ellos, el de motivar la decisión adoptada, ya que tal potestad no puede en modo alguno erigirse en arbitrariedad ni constituir una forma de sanción encubierta, so pena de incurrir en desviación de poder.

Cuando no se actúa dentro de los límites establecidos, nace lo que da título a estas reflexiones, «la indefensión fáctica del funcionario», porque los márgenes de defensa del perjudicado por la decisión son muy limitados. En efecto, si bien es cierto que los funcionarios públicos de carrera gozan como el resto de los trabajadores de la protección de las leyes en la defensa de sus derechos y en última instancia de la posibilidad de acudir a los tribunales de justicia cuando los mismos se ven conculcados, no lo es menos que mientras que los trabajadores vinculados por una relación contractual están sujetos al derecho del trabajo, que es un derecho tuitivo que tiende a proteger al trabajador en situaciones de conflicto frente al empleador y cuyos procesos se dilucidan en una jurisdicción laboral más ágil, los funcionarios públicos se sujetan al derecho administrativo y por ello a la jurisdicción contencioso-administrativa, lo que de entrada se traduce en una mayor dilación en la resolución del caso. Primero, porque el funcionario con carácter previo ha de agotar la llamada vía administrativa, recurriendo a los órganos superiores que tengan atribuida la competencia, antes de acudir a los tribunales contenciosos. Segundo, porque una vez iniciado el camino de los tribunales, el tiempo medio estimado para obtener una sentencia es de dos años.

Esta llamémosla «impunidad» que se produce por el simple transcurso del tiempo desde que se adopta el acto administrativo que el funcionario considere perjudicial a sus intereses, con independencia de su fundamentación (téngase en cuenta que el concepto retributivo de productividad se incardina dentro de la denominada potestad discrecional de la Administración actuante, es decir, retribución que no está directamente vinculada al puesto de trabajo, sino que trae causa en criterios subjetivos que afectan a los objetivos alcanzados o, cuando éstos no existan al interés o iniciativa con que el afectado realiza sus tareas), produce también esa denominada indefensión fáctica.

En este escenario en la controversia Administración-funcionario, en ocasiones los tribunales de justicia no argumentan suficientemente las causas de desestimación de la demanda del funcionario, dando con ello la impresión de que se está legitimando más la arbitrariedad que la legitimación del acto recurrido. Y, claro, cuando esto afecta a los funcionarios de la Administración General del Estado, que no tienen más vía de reclamación que la única instancia de los tribunales superiores de justicia, puede parecer que esa laxitud en la argumentación desestimatoria se ve incrementada por la falta de una vía judicial revisora.

En definitiva, la demonización del funcionario, que últimamente parece haberse convertido en deporte nacional, no se puede erigir en la panacea ni en el camino para la resolución de los problemas, por lo que sería bueno que este colectivo deje de estar en candelero en los medios de comunicación, máxime cuando, además, son a menudo las víctimas o los sujetos pasivos, como vemos, de disfunciones que les atañen muy directamente.

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