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Pensión suiza y asistencia sanitaria española

1 de Enero del 2012 - M. Ángeles Fernández Iglesias (La Felguera)

Tengo 67 años y cobro desde los 64 una pensión con cargo a la Seguridad Social suiza por una cuantía mensual que ronda los 115 euros. El Instituto Nacional de la Seguridad Social me envía recientemente una carta en la que se me informa de que al ser titular de esa pensión no puedo ser beneficiaria en cuanto asistencia sanitaria de mi marido aquí, en España, por lo que deberé: Acogerme a seguro privado en una mutualidad suiza (opción inviable por su elevado coste), solicitar asistencia sanitaria como persona sin recursos si cumplo los requisitos, o suscribir convenio con la Tesorería de la Seguridad Social por un importe mensual de 88 euros aproximadamente y con el que se me garantizaría la asistencia sanitaria, pero mis recetas serían de activo, no de pensionista. Para todo lo cual, tengo quince días de plazo, procediendo de lo contrario a darme de baja como beneficiario. Me consta que somos cientos las personas afectadas, y yo, ejerciendo el único derecho con el que al parecer cuento, que es el derecho al pataleo, les voy a contar cómo son las cosas.

Emigré a Suiza junto con mi esposo en los años sesenta, años de penuria en una España sin trabajo, que recuerda un poco a la de hoy pero con algunos matices diferentes. En los años a los que yo marché a ganarme el pan no había ordenadores, no había chats, ni tan siquiera locutorios. Aquí se quedaron con sus abuelos mis dos hijos, a los que yo enviaba religiosamente dinero todos los meses y con los que el único contacto que tuve en ese tiempo fue por carta. En las casas de los años sesenta no había teléfonos; mi hija, a la que dejé con meses, a mi regreso, transcurridos tres años, no conocía de su madre ni tan siquiera la voz.

No nos hicimos ricos. Trabajamos sin descanso hasta reunir dinero suficiente para comprar una vivienda. Una vez de vuelta a España, mi esposo trabajó y cotizó en este país durante 43 años. Al día de hoy cuenta con una pensión pequeña, pero suficientemente grande para que yo ahora no pueda solicitar asistencia como persona sin recursos, lo cual entiendo perfectamente.

Yo, por mi parte, nunca trabajé fuera de mi casa en España. Crié a mis hijos (que bastante me obligó la vida a separarme de ellos) y cuando fueron un poco mayores tuve la mala suerte de enfermar y no llegué a cotizar aquí. Tengo reconocida una minusvalía del 53% desde el año 2000. La ley LISMI (ley de Integración Social del Minusválido) prevé asistencia sanitaria y farmacia gratuitas para las personas minusválidas que no tengan derecho por cualquier título obligatorio o como mejora voluntaria como titulares o beneficiarios en cualquiera de los regímenes de la Seguridad Social. Pero resulta que a esto tampoco puedo acogerme yo porque, según ellos, cuento con la opción de suscribir el convenio mensual de 88 euros de asistencia sanitaria y recetas de activo. Lo que nadie piensa es que con mi enfermedad, si tengo que pagar parte de mi medicación, no sería suficiente la pensión de mi marido. Soy, pues, minusválida, no puedo ser beneficiaria de mi esposo, pero la LISMI me aboca a arruinarnos en pocos meses, sin duda.

Cualquier persona de cualquier nacionalidad, aunque no tenga trabajo, residente en este país y tenga mi edad contaría con asistencia sanitaria y farmacia gratuita como persona sin recursos. Me parece loable y no tengo nada que objetar. Pero resulta que yo, después de cotizar mi marido 43 años, como cobro 115 euros, tengo que costearme un convenio de asistencia de 87 euros, y con los 28 euros que me quedan debo pagarme parte de mis medicinas, que, para mi desgracia, son muchas. El Estado impone cuatro de las antiguas pesetas por litro de gasolina para el sostenimiento de la sanidad, en nuestra comunidad pagamos todavía un céntimo más, «el sanitario», gravando el carburante. Impuesto pagado por todos, ya que se traslada al consumo vía precios. La sanidad no se financia con cotizaciones sino con impuestos, pero los míos no son suficiente, parece.

Quizás otra opción sería renunciar a mi pensión de Suiza; muerto el perro, se acabó la rabia. Seguro que se quedarían satisfechos porque ya podría ser beneficiaria de mi esposo y España dejaría de ingresar 115 euros, que «a buen seguro le hacían mucho daño». Con todo el dinero que sale de este país hacia Suiza para evadir impuestos, ahora resulta que lo que les molesta realmente es la divisa que nos entra legalmente.

Entiendo que la persona que ordenó hacer este cruce de datos en la Seguridad Social debería haber acotado la cuantía de la pensión que se percibe de Suiza. Con pensiones elevadas, a lo mejor si es prudente obligar a suscribir convenios. Con la mía y en mis circunstancias, me encuentro desprotegida, impotente y desesperada. Ojalá mi carta sirva para que quien proceda medite seriamente en ello.

M. Ángeles Fernández Iglesias, La Felguera

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