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El Roque, el río y el Bayern de Nuremberg

De la historia del puente del Sella a un singular partido de fútbol internacional, un viaje a la memoria de Ramón Llamedo, sereno en Arriondas durante 34 años

Marcos Palicio / Arriondas (Parres)

«Yo trabajé en él con 14 años». Ramón Llamedo, «El Roque», señala hacia el puente de Arriondas y regresa de pronto el decorado envejecido de cuando el Descenso del Sella era un paseo en piragua y ni siquiera él había empezado a ser todavía el sereno que vigiló la capital parraguesa durante 34 años. Llamedo mira a la pasarela que las tropas republicanas en fuga volaron «en octubre del 37» y a las manos que la reconstruyeron. Setenta años después, esas manos y su memoria resisten mejor que el puente, que «está de pena» y que a veces da miedo con tanta gente encima el sábado de las piraguas. Esta memoria intacta de octogenario bien conservado es la de su pueblo y el relato, trufado de fechas precisas, lanza la ruta por la historia de Las Arriondas, así, en plural, a partir del barrio de San Antonio. Aquí, muy cerca de la capilla que lleva el nombre del santo -pequeño tejado a dos aguas, escudo de los Estrada y Cordero de Nevares, siglo XII-, vivió y murió su madre, María, hace sólo cuatro años y «a los 107». La ermita es el edificio más antiguo que conserva esta villa de floración tardía que no fue capital de su concejo hasta 1828 -antes lo fueron Cuadroveña o Bada- y que creció desde entonces al ritmo que marcaba el dinero de los indianos retornados de América y la apertura de la carretera hacia Cangas de Onís (1860), el ferrocarril (1903) y el tranvía de vapor a Covadonga (1908), aquella primera lanzadera turística al santuario que se esfumó sin dejar rastro. La ruta por los recuerdos de El Roque, que pasa a ser «El rey del merucu» a medida que se acerca a los salmones del Sella, enfila El Corral de Abajo, la calle que era la principal de Arriondas hasta la construcción de la carretera y que hoy lleva el nombre de Domingo Fresnedo, no un artista ni un político, sino «un barrendero que hubo aquí muchos años», celebra Ramón Llamedo. Por ella, paralela a la carretera que atraviesa la población y conduce al puente, El Roque camina hacia lo que queda del pasado más remoto de Arriondas, el barrio de La Peruyal, el más autóctono y tradicional de la villa y el que aloja la casa natal de este sereno que la vigilaba. Con otra vigilancia incesante, la de la peña Villar, a la derecha se levantan las nuevas promociones inmobiliarias de Arriondas norte; a la izquierda duele el abandono del chalé de la familia Valle, vestigio del capital emigrante que volvió de Cuba y que Llamedo recuerda como «ayuntamiento improvisado durante la guerra».

La Peruyal, «lo más antiguo y emblemático del pueblo», es una batidora. El edificio nuevo de los soportales comparte espacio en la plaza con la piedra vieja de las casas restauradas con respeto y los inmuebles de la última explosión inmobiliaria con las ruinas de «la casa la maldita», que se quemó y la reconstruyeron y se volvió a quemar y lleva medio derruida, al decir de El Roque, desde antes de la Guerra Civil. A su lado, la asociación cultural Amigos de Parres ha señalizado con una placa en la fachada del número 18 de la calle del Serruchu que aquí nació Ramón Llamedo, y un poco más adelante, también la casa de Amalia, «la tocinera», «la mujer que en 1949 preñó los primeros bollos de la fiesta de La Peruyal».

Al salir a la antigua travesía de la nacional 634, aquí calle de Argüelles, El Roque admira «lo más guapo del pueblo». Villa Juanita, casa de indianos de 1923, según reza la verja de entrada, está aquí para recordar todo lo que ha hecho por el porvenir de Arriondas el dinero que sus emigrantes ganaron en Cuba. De la isla volvieron también Manuel y Ángel Llano para hacer «Villa Encarnación», popularmente «La Gotera», que sobrevive en ruinas a la entrada de Arriondas desde Oviedo. Y también los que edificaron otras recias construcciones con evidente parentesco estético que llenan el barrio de Castañera, el primer ensanche residencial que tuvo la villa por obra y gracia de los chalés de sus indianos.

Aquí, a ambos lados de la vía que entra en Arriondas llegando desde Oviedo, ponen sus ejemplos la casona de Santa Rita, la casa de Feliciana, las de Severino Pando y Jacinto Llano, o los dos chalés «Habana» con ese nombre que delata su origen. Y hablando de indianos, Venancio Pando. El que da nombre a la plaza del Ayuntamiento, porque él donó el terreno, fue a su regreso de Filipinas y Cuba uno de los primeros comerciantes de aquella primera aldea que tomó el nombre de Las Arriondas. En su plaza, hoy, están el Ayuntamiento y el cañón de las piraguas, cañón auténtico del siglo XVIII donado a la villa en 1968 por la Federación Española de Piragüismo.

Pero Ramón Llamedo debe ir a terminar la ruta en el río, el Sella que aloja las piraguas de su hermano -Emilio, presidente del comité organizador del Descenso- y sus salmones. Se sentará en la nueva pasarela que comunica el parque de La Llera con el de La Concordia, justo allí donde el Piloña deja de existir y vierte sus aguas al Sella. Sentado sobre su río, revuelve el tiempo hasta el momento en el que La Llera era un castañéu -el alcalde se lo compró a la condesa de Revillagigedo durante la dictadura de Primo de Rivera-, y luego escombrera y después depósito de serrín de una fábrica de muebles. Y hasta campo de fútbol donde en la posguerra jugaba el Arenas del Sella y donde se disputó un amistoso internacional entre un equipo de Arriondas y otro alemán. «El Bayern de Nuremberg», recuerda Llamedo, aunque esta historia no es precisa. Pasaban por aquí y tal vez ni siquiera fueran un equipo de verdad.

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