El salero del rabel

Desiderio Fernández, artesano que talla «como siempre» los tradicionales instrumentos de Caleao, llama a sostener y perfeccionar las costumbres de la aldea casina

Marcos Palicio / Caleao (Caso)

Las luces escasas que se van encendiendo al atardecer, una a una, poco a poco, detrás de las ventanas dan fe de la vida limitada que le queda a Caleao cuando no hay a la vista un fin de semana, un puente festivo o unas vacaciones. Al fondo del desfiladero estrecho donde se enrisca la localidad casina, entre casas reparadas, cuadras transformadas en segundas residencias, piedra como nueva y pulcros corredores de madera, los recuerdos de aquel otro pueblo menos moderno y más bullicioso vienen acompañados con música de cuerda. Su banda sonora es el sonido agudo que sale de la cuerda del rabel, el instrumento autóctono de esta aldea, una laboriosa tradición de pastores transformados en luthiers improvisados de cabaña y horas muertas al cargo del ganado en la montaña, de guardianes de una costumbre que el paso de los años difundió con el nombre de bandurria y el correr del tiempo ha diluido casi por completo. Casi. Todavía no del todo. Aún queda en Caliao la memoria y el empeño de conseguir que no se pierda definitivamente la banda sonora de las celebraciones populares, la música de la vieja bandurria de madera tallada que se toca con arco y que un panel plantado en la plaza de Caleao cita entre las costumbre históricas más permanentes del pueblo otorgándole un origen impreciso con «reminiscencias medievales». Desiderio Fernández no es de aquí, pero aquí se ha incorporado con decisión al grupo de los conservadores de tradiciones. Turonés trasplantado por matrimonio en la montaña casina, nunca ha aprendido a sacar melodías de las tres cuerdas del rabel, pero lleva construyéndolos artesanalmente casi el mismo tiempo que ha vivido en la localidad casina. Desde que descubrió que existían y quiso copiarlos hasta que hoy ha quedado, admite con pesar, como el único fabricante del pueblo.

Fernández recibe en el patio de su casa en Caliao con un muestrario de sus tallas de madera, ahí unos cuadros de motivos variados, más allá un bodegón, la cabeza de perro que fue su primer trabajo, una zapica y cuatro rabeles, incluido uno que innova respecto al modelo tradicional porque está fabricado a partir de una sartén. «Siempre pregunto y nadie es capaz de adivinar de qué está hecho», apunta, pero fuera de alguna extravagancia las bandurrias se hacen ahora en su casa «como se han hecho siempre en Caleao», con los instrumentos y las materias primas que los pastores de este pueblo han tenido siempre más a mano. La caja se hace trabajando la madera, a partir de una sola pieza de roble, castaño o nogal, explica, y cuanto más fina mejor para la pureza del sonido. La cubierta es piel de cordero «fijada con taquinos de madera»; las tres cuerdas, de tripa; el «restriellu» o puente que las sujeta, de hueso, y el arco, que tiene en el extremo un mecanismo para tensarse, de ramas de avellano y cerdas de cola de caballo. Del macho, aclara Fernández, y «nunca de yegua» por una razón puramente fisiológica: «Las hembras las orinan y las dejan inservibles». Pero su gran hecho diferencial, la marca de la casa, son las tallas que decoran el reverso de la caja.

Una lástima, concede el artesano, que en estas montañas ya ni afinando el oído se oiga el eco agudo del rabel. Que hoy, y como hoy casi siempre, la banda sonora la ponga algunos días el murmullo de turistas y visitantes ocasionales y el resto del tiempo el silencio. Desiderio Fernández, que en otra vida fue «instructor de primera enseñanza» en el Colegio La Salle de Turón y encargado de un albergue juvenil en Tarifa (Cádiz), también ejerció en Caliao cuatro años como presidente de la parroquia rural. Echó «buena parte del hormigón que hay en el pueblo», hizo por que pusieran «noventa puntos de luz» y agudizó una conciencia crítica que sigue en ejercicio. «Habría que soterrar todos esos cables», va ascendiendo y señalando, porque «hace ocho años que están los tubos metidos», y acelerar el saneamiento, «porque los olores del río son a veces una vergüenza»; instalar más luz para poder apear la linterna en los trayectos nocturnos, buscar un lugar donde habilitar aparcamientos y dar argumentos para hacer de este rincón de Redes un destino turístico de verdad. Todo teniendo presente, se acompaña, que «la ganadería está caducando», que «el puerto de Cotorgán se cierra» y que sin ellos el escenario oscurece el futuro como en estas noches de invierno sin apenas fogonazos de luz en las ventanas. Desiderio Fernández pregunta si no sería factible «un pequeño complejo industrial en La Encruceyada» y, puestos a buscar alicientes para incentivar al turista, persevera en su proyecto de comunicar el alto Nalón con la cuenca del Caudal a través de Caleao. Ya sea a lo grande, «con un teleférico hasta San Isidro», que no está tan lejos, o más modestamente promocionando el viejo Camín Real que va de aquí a Felechosa.

Son, a su juicio, fórmulas de aprovechamiento para un pueblo de tradición ganadera e historia de cabecera de concejo, con paisaje de sobra para vender y conservar y de camino hacia su reinvención. Entre semana aquí «se nota el descenso», asume Fernández, y para las vacaciones hacen falta mejores herramientas de impulso y «propaganda». Lo dice un inquieto conservador de tradiciones que incluso importó una propia desde Turón, la fiesta del Segador, que llevaba doce veranos de celebración ininterrumpida hasta que se perdió el pasado -«casi me pongo enfermo»- y era un concurso de siega con gadañu prestado por la organización y «aperos del cabruñu» aportados por el concursante. En «tiras de prao de tres metros y medio de ancho por treinta o cuarenta de largo» y siempre teniendo presente una sentencia universal que bien podría pasar por una advertencia útil para la vida, e incluso, tensando el contenido de la admonición, para el porvenir de este pueblo: «Según cabruñes, así vas a segar».

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