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El papel del funcionariado en una democracia (Tribuna)

9 de Abril del 2012 - José Luis San Fabián

El papel del funcionariado en una democracia

JOSÉ LUIS SAN FABIÁN, catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Oviedo

El primer día de este mes, en este mismo periódico, el profesor Ramón Punset concretaba cinco propuestas revolucionarias que a su juicio necesita este país para salir de la actual obsolescencia productiva y cultural. Por su interés, todas requerirían un comentario específico, pero quiero centrarme aquí en una que me llamó especialmente la atención, al proceder de un gran conocedor de la Administración pública: la necesidad de unas administraciones públicas eficientes servidas por gestores motivados y que actúen bajo un régimen contractual, no funcionarial.

Cualquier corriente de pensamiento político, para estar viva, debe hacerse pedagógica, es decir, ha de procurar su transmisión activa. La intensa marejada neoliberal que recorre el mundo político y social convierte en sentido común –entendido como conocimiento ampliamente propagado– lo que son postulados particulares de una ideología. Ante la crisis presente, que ciertamente no es meramente económica, se asume que se ha vivido por encima de las posibilidades y que deben aplicarse ajustes, sin plantearse previamente quiénes son los que han vivido, e inducido a vivir, por encima de esas posibilidades y, en consecuencia, quiénes deben sufrir mayormente los ajustes. Se asume también como normal que muchos perderán su trabajo, que otros tantos nunca podrán acceder a un empleo y que los que trabajan habrán de trabajar más y ganar menos mientras se rescata a los bancos, se amnistía a los defraudadores y se premia a los malos gestores, muchos de los cuales pertenecían a empresas privadas.

Estamos ante la mayor paradoja posible: los estados tratan de recomponer lo que los mercados han destrozado, y ello bajo el lema «Menos Estado y más mercado». Este escenario neoliberal ha encontrado un chivo expiatorio ideal en la empresa pública y sus trabajadores, identificando al colectivo de funcionarios con una casta privilegiada, casi ociosa: tienen trabajo, sueldo fijo y además trabajan poco (muchos de ellos pasan gran parte de su tiempo sentados). Y, en un país cuya tasa de paro ronda el 25%, parece lógico que los ajustes (congelaciones) y reducciones de plantilla se ceben en ellos.

Sin embargo, el origen de este colectivo ahora denostado que es el funcionariado, la burocracia en sentido weberiano, se apoya en tres principios que son consustanciales a un Gobierno democrático: 1) Competencia técnica e igualdad: acceso al trabajo por capacidad y mérito, basado en el saber experto, y no, por ejemplo, por tener una determinada ideología o ser amigo de alguien. 2) No discriminación: como ciudadano, espero que el médico, el juez o el profesor pongan su saber a mi servicio, al margen de mi sexo, ideología política, religión o poder adquisitivo. Es decir, espero que actúen como funcionarios. 3) Transparencia: su conducta debe ajustarse a unas normas explícitas, conocidas y supervisadas. El funcionario pertenece a un sistema jerarquizado y no puede actuar de manera discrecional. En realidad, el ideario del funcionario son los grandes principios consensuados por la sociedad, plasmados en la doctrina constitucional. Su propio derecho a la sindicación se desvirtúa cuando deriva en reivindicaciones puramente gremiales o corporativas, porque el funcionariado debe estar al servicio del bien general. Esto hace de la suya una posición incómoda, al tener que priorizar el bien común a intereses particulares propios o ajenos.

Pero también es cierto que la burocracia como sistema no es inmune a la perversión. Los estudiosos de la burocracia ya alertaron de las amenazas a las que se ve sometida, esos círculos viciosos descritos por Crozier. El ritualismo burocrático, el poder corporativo, el mantenimiento de sagas familiares o beneficiarse personalmente de los bienes que administran o de información privilegiada son algunos síntomas de su posible deterioro. La receta neoliberal, que hace borrosa la frontera entre lo público y lo privado, ha creado con frecuencia un terreno abonado para la corrupción, donde lo público suele poner el dinero y lo privado la gestión, gestión que con frecuencia queda fuera del control democrático y del interés general. Hay ejemplos paradigmáticos en el sector de la salud, de la educación o de la justicia.

La crisis guarda relación con la mala gestión de recursos que afectan a muchas personas, sea una gestión pública o privada. Por cierto, no toda gestión de calidad es de signo empresarial ni toda gestión empresarial lo es de calidad (otro mito de la ideología neoliberal). Esa mala gestión puede ocurrir por dos razones: a) escasa o deficiente formación y b) falta de ética o, en otras palabras, existencia de fraude y corrupción. Existen mecanismos eficaces para prevenir y corregir ambas, especialmente en el sector público: formación permanente, implantación de sistemas periódicos no voluntarios de evaluación del desempeño y una supervisión eficiente que combine mecanismos verticales con otros colegiales. Tampoco hay que olvidar que estos potenciales parásitos pertenecen a un colectivo de trabajadores cuyos ingresos están bajo el control directo de Hacienda.

Asociar motivación laboral a régimen contractual es, y más en estos tiempos, asociar motivación a inestabilidad e incertidumbre, cuando la mayoría de los trabajos cualificados requieren equipos estables y competencias adquiridas en un tiempo de experiencia prolongada. Weber consideraba que la burocracia es el tipo de poder más racional que se puede ejercer en una sociedad democrática, porque no se obedece por simple tradición o por miedo a la sanción sino por la aceptación de unas normas consideradas justas, y la existencia de un sentido de contribución al bienestar global de la sociedad. Este sentirse útil para el conjunto de la sociedad, y no sólo para una clientela concreta o el encargo puntual que hace un superior, ha de ser el principal motivador de un funcionario, que, por cierto, debería ser también de cualquier político.

La calidad debería empezar por los propios políticos. ¿Cuántos políticos son conocidos por su buen hacer profesional antes de saltar a la política? Demasiado pocos. Acudiendo al dictamen evangélico, difícilmente se puede ser competente en lo mucho cuando no se ha sido en lo poco. Otra revolución pendiente es la institucional. Asistimos a una democracia formal ya implantada pero que aún no ha calado en el interior de las instituciones, cuyos miembros actúan como súbditos o como clientes más que como ciudadanos.

Lo peor de un mal diagnóstico es que desvía la atención de las causas reales contribuyendo a que el mal perviva. No sabría decir si sobran funcionarios, pero sí es mejorable su gestión. Bienvenidas sean las iniciativas por otra función pública, que reclaman otra forma de gestionar lo público alejada de los vicios funcionariales. Las administraciones públicas necesitan expertos burócratas, en sentido weberiano, que hagan posible a otros expertos (médicos, jueces o docentes) dedicarse plenamente a su propia especialidad y no al papeleo. Si se quiere tener buenos servicios públicos, la estrategia no es reducir, sino mejorar su gestión a través de los principios de igualdad, no discriminación y transparencia, valores que deberían promover todos los partidos políticos que creen en la democracia.

Retomando la metáfora del barco utilizada por el profesor Punset, podríamos decir que el timón lo llevan los políticos que gobiernan (de uno u otro signo) orientados por los deseos de los ciudadanos, pero son los funcionarios quienes conocen mejor cómo funciona la maquinaria del barco. El funcionariado da estabilidad a las estructuras de gobierno, así como factibilidad y credibilidad a sus políticas. Prescindir de él nos llevaría a una deriva mayor en las procelosas aguas del mercado.

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