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Carta a los reyes mios

22 de Abril del 2012 - Isabel González Fernández-Argüelles (Avilés)

El primer batacazo a la inocencia que recuerdo fue un nevado mediodía en Tineo frente a la cocina de carbón: a mi pregunta furtiva sobre si los Reyes Magos era verdad que no existían, que me lo habían dicho en el colegio antes de las vacaciones de Navidad, mi desprevenida abuela materna me respondió que ni existían «ni habían existido nunca», la muy bruja, harta, supongo, de mis continuos interrogatorios.

Entonces... ¿cómo iba a pedir a SS MM los RR MM la Werlisa-Color si no existían...? ¿Quién me compraría aquella pequeña maravilla de estuche de cuero beige que contemplaba cada tarde desde hacía meses en el escaparate de Foto Fermín, en Avilés, a la vuelta del colegio...? Yo sabía que mi madre cosía para fuera cuando se acercaban las Navidades, pero aquella cámara fotográfica era demasiado cara como para tener el morro de pedirla. Así que cambié mi carta por un ejemplar de «Mujercitas» del escaparate de la librería La Esperanza, también en el Parche; una de las primeras Nancys de Majafrán que me miraba con ojos tiernos y las zapatillas más calentinas de Chelona.

Las Navidades nunca volvieron a ser lo mismo a pesar de la recogida de musgo húmedo para el nacimiento, los villancicos por los altavoces en las calles y las tardes de aguanieve en los cristales viendo anuncios interminables de colonias y juguetes con intermedios de películas infantiles.

Un día de éstos, cuando de Su Majestad nuestro querido Rey don Juan Carlos publicaba toda la prensa que ha sufrido una fractura de cadera disfrutando de la caza mayor en África (de la que espero con toda mi alma que se recupere pronto y bien), vino a la guardia una chica de treinta y pocos años con una crisis de ansiedad tirando a pánico: acaban de despedirla de su empresa. Su marido ya estaba en el paro desde hace más de un año. Tienen dos niños pequeños en edad escolar. Ya toma medicación al efecto. Pedía ayuda. Acudía acompañada de una suegra dulce y afectuosa de ojos tristes. Pedí a la señora que nos dejase a solas en la consulta. Cogí su mano y dejé que llorase y se desahogara durante un buen rato. Me sentí una mierda (con perdón), pero no lloré en su presencia. Le administramos media ampolla de relajante muscular para que pudiese descansar. Vimos cómo se alejaban las dos mujeres abatidas hacia un coche viejo aparcado fuera, con su marido e hijo al volante y cuidando de dos pequeños.

Volví a mi privilegiada atalaya de quejica malcriada, inconformista y llorona, registré el episodio de forma aséptica y me derrumbé. Me compadecí de mí misma un instante fugaz como cada día, que servidora también tiene su corazoncito, y me arrepentí en cuanto me di cuenta de la obscenidad de mis lágrimas; pero no pude parar durante un buen rato, no valgo para nada.

No podía conciliar el sueño; así que, lejos de ponerme a estudiar para una remota futura OPE, me sumergí en la prensa digital para conocer las últimas noticias. Resumiendo: en Asturias, sin gobierno a la vista, a la deriva si la valiente Rosa Díez no se decide de una vez a ponerle el cascabel al gato con un lazo bien atado del color que sea. Y en España, demasiadas e increíbles explicaciones para convencernos a los contribuyentes de las bondades de una amnistía fiscal para defraudadores millonarios... pobrecicos ellos, que han de hacer filigranas para llegar a fin de balance.

Luego busqué a mis amigos en Facebook para animarme y reencontrarme con su vitalidad, hasta que una nueva llamada del 112, ya avanzada la madrugada, me devolvió a mi realidad profesional: un anciano que estaba solo en su domicilio solicitaba asistencia sanitaria urgente. Salimos pitando en la ambulancia. Granizaba.

Una pareja de la Guardia Civil de tráfico también «disfrutaba» de la noche, empapados literalmente, asistiendo a un conductor accidentado sin consecuencias a Dios gracias, a quien, por lo visto, le había caducado la póliza del seguro de su vehículo porque se había quedado en el paro y no había podido renovarla.

Llegamos a la casa del anciano. La humedad que rezumaba del techo y las paredes confería al ambiente frío de la habitación un irrespirable olor a moho. Trasladamos al paciente en la «beta» al hospital, una vez aplicado el protocolo correspondiente a su patología. Ingresó estable y contento porque en urgencias «se estaba muy calentito», decía.

Podría seguir con más historias, hasta aburrir a las piedras.

Pero he perdido la inocencia totalmente desde que no creo en los Reyes.

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