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Homenaje al poeta peruano César Vallejo

22 de Abril del 2012 - José Luis García Álvarez

«Algún día podre morirme, en el transcurso de la azarosa vida que me ha tocado llevar, y entonces, como ahora, me veré solo, huérfano de todo aliento familiar y hasta de todo amor. Pero mi suerte está echada. Estaba escrito, soy fatalista. Creo que todo está escrito».

(Carta de Vallejo a Pablo Abril, 19 de octubre de 1924)

Subtítulo: En el 74.º aniversario de su muerte en París

Destacado: Su poesía, la parte más notable de su obra creativa, se yergue ante nosotros por mantener su frescura y vitalidad, su misterio y sugestión, por haber sabido conjugar hondura y humanidad, por su admirable maestría técnica

Hace 74 años, un Viernes Santo del 15 de abril de 1938 moría el más grande poeta peruano Cesar A. Valle Mendoza, en París –«moriré en París, con aguacero»–, quien nació, se crio, luchó y añoró siempre Santiago de Chuco, tierra a la cual amó entrañablemente. Un mísero pueblito andino del Perú, a más de tres mil metros de altura, de sangre mestiza (ambas abuelas eran indoamericanas), y de familia pobre, llevó consigo, como es natural, la influencia del ambiente de origen, aunque muy pronto (1923) abandonó su patria, el Perú, atraído por el llamado cultural de París, donde se estableció definitivamente para no volver más a la patria. Pero la influencia mayor no fue tanto la del ambiente geográfico-social de su país (que poéticamente se agotó en su primer libro, «Los heraldos negros» (1918), en el que describe el paisaje andino, reminiscencias incaico-imperiales, apología de su tierra), sino la del ambiente étnico-familiar por una parte y la del ambiente cultural por otra.

Tenía, a la razón, 46 años. Murió –escribe Juan Larrea, quien presenció su muerte– sin espaviento alguno, dignamente, con la misma dignidad con que había vivido.

La poesía de César Vallejo fue recién asumida con devoción y orgullo después de su muerte en 1938. Desde entonces el imaginario popular –acicateado por la critica algo solemne– ha internalizado a Vallejo no sólo como su poeta nacional, sino como el poeta llorón que retuerce sus tripas al son de «los golpes de la vida», «crece la desdicha» y «nací un día que Dios estuvo enfermo». Diversos testimonios hablan del lado chispeante de Vallejo, último hijo de once hermanos, engreído y mimado por su familia en su tranquila y feliz vida norteña de Santiago de Chuco. Los testimonios de sus amigos «coinciden en mostrarlo bromista y juguetón, como un niño (rodeado del cariño de sus amigos, sacaba a relucir su emoción infantil)». Ciertamente este aspecto tiene un correlato en su obra poética, aunque sean aquellos versos los menos citados, actitud fiel a la extraña consigna de que la poesía cejijunta y deprimida tiene finalmente la virtud de la revelación. Vallejo sufrió sus penas –qué duda cabe de ello–, pero también ejercitó los placeres, el humor y un ludismo casi emparentado con la extravagancia.

Vallejo, que no fue creador espontáneo ni fácil tampoco, es poeta de comunicación directa; hasta en las composiciones exhortativas últimas, su obra madura exige del lector una suma de esfuerzos semejantes a los que se debió enfrentar el escritor, por esta dificultad la ortodoxia exigida puede llevar al más cerrado de los equívocos sobre la grandeza de uno de los mayores poetas de nuestra América.

Los desacuerdos biográficos y críticos sobre Vallejo insisten en condicionar lo auténtico del hombre y la profundidad del poeta a los puntos de vista personales defendidos por cada admirador. Cuando los litigantes olviden resquemores personales y desechen el apasionamiento agresivo, se habrá dado el paso mayor en el enaltecimiento de un Vallejo situado con plenitud en la continuidad viva de los clásicos sobre el aporte variable de tradición e innovación que sostiene a la literatura hispanoamericana.

En la actualidad, su poesía, la parte más notable de su obra creativa, se yergue ante nosotros por mantener su frescura y vitalidad, su misterio y sugestión, por haber sabido conjugar hondura y humanidad, por su admirable maestría técnica, por entregarnos siempre nuevas parcelas de conocimiento y sensibilidad, por abismarnos con su emoción, por las potencialidades de enseñanza que conlleva para las nuevas generaciones de poetas en todo el mundo y porque en sus mejores y más hondos momentos se dio en ella el acceso a una verdadera poética del Ser.

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