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Tras la memoria de Juaquín por los altos alleranos de La Brañuela

26 de Abril del 2012 - Julio Concepción Suárez (Aller)

Aquella mañana de agosto había nublina ciega en estos valles que culmina el puerto Vegará. Pero Juaquín, el médico, como les gusta decir a sus vecinos alleranos, no faltaba a la cita de la Virgen de la Brañuela desde que, hace unos años, aquellos brañeros y brañeras de La Vega Baxo (con muchos jóvenes entusiastas entre ellos), decidieron levantar la capilla derruida por el tiempo y las invernadas: Fito, Flora, Lolo Caleyín, Conchita, José…, el alma de la braña. A eso del mediodía, la misa cantada terminaba con la procesión alrededor de la capilla, y con esa tan melódica como sentida copla que rompen por unos sublimes minutos el silencio bucólico de la braña: «Cuando de mi Patrona / voy a la ermita, se me hace cuesta abajo / la cuesta arriba; / y cuando subo, y cuando bajo, / la cuesta arriba / se me hace cuesta abajo (bis)».

Siempre sonriente Juaquín, entusiasmado con las melodías divinas y humanas, amenizaba la mañana, antes y después de una misa al son de tambor y gaita; y en la sobremesa, compartía recuerdos y saberes con sus compañeros de guajes por las mayadas. Toda una etnografía práctica al completo se podía apilar en miles de páginas, sólo con la memoria brañera de Juaquín: «Paso la vida nel monte, / ente las penas y las fayas. / La mió alegría ye’l viento / y la cencerra les cabras». Diseñaba sobre la marcha toda una etnonimia, etnotoponimia, odonimia…, allerana, sin ir más lejos, pues las antiguas andanzas de Juaquín tras las madreñas del güelu por los montes dan materia para tantos nombre de lugar: «Las vaquinas de mio padre / caminan ya pa Beldoso, / sestian na Foz del Alba / y nel Baitsaero l’Oso».

Con Juaquín alargábamos esos inolvidables (y más que sabrosos) cafés de pote que facía Flora hasta bien entrada la tarde, si acaso con la nublina otra vez ciega, fundida con el fumo de la cabana. Nos contaba Juaquín las gabelas de los mocetones vaqueros más jóvenes, que se tenían que ganar unos riales al otro lado de las montañas, con la siega en los pueblos leoneses, de donde quedó la copla, contada con el ingenio que le caracterizaba: «Perico fo pa la siega, / Marica quedó tsorando. / ¡Ay, mio Perico del alma, / ónde tarás cabruñando!».

Ya al atardecer del todo, con el crepúsculo veraniego al filo de los altos de Canietsa y La Puerta Faro, decía Juaquín: ¿por qué nun baxamos un poco el colesterol del cordiru, la pegarata y las casadietsas, camín abaxo hasta Ruayer, como facía yo con mio güilu, y con el zurrón a cuestas, fay ya tantos veranos? Tras los pasos de Juaquín, mochila al hombro y guiá en mano, garabateo en muchas notas, casi por un par de horas inolvidables, las explicaciones vaqueras de los nombres por donde bajamos desde La Fonfría a Ruayer: La Vega Baxo, Yana Carbeyu, Carbayalín, L’Ateyu, Talabarda, Pedro Molín, La Casa’l Monte, El Vao, L’Arenal, La Puente y, por fin, Rubayer.

Por todo ello, la noticia me la tuvo que repetir Nacho Ruiz de la Peña dos veces. Así en principio, no me cuadraba el nombre. No podría ser Juaquín el Médico, el de la braña La Fonfría. Esta otra tarde, más que simple nublina, llovía, diluviaba sobre los numerosos vecinos consternados en torno al pórtico y la iglesia del Pino. Era la lluvia de abril: el invierno por venir, en estos tiempos tan poco cuerdos del milenio. Aunque no faltaba el canto de la xarrica y del malvís encaramados en los cerezos floridos y zarzales a rebosar por estos días. Tal vez los mismos paxarinos a los que tantas veces Juaquín sonreiría también. Por eso, de vuelta a casa, con la imagen de Tere y de sus hijos en la retina dolorida (Félix, Rodrigo, Maite, Juaquín), me consolé en parte pensando que, por supuesto, Juaquín nunca se fue ni se irá de estas montañas. Nunca se irá su humanidad rebosante. Ni su prodigiosa memoria, traducida a tantas páginas ya publicadas, y a otras tantas que le quedan por publicar, muchas ya anotadas en libretas o en el ordenata (trabajos ya terminados o a medio terminar).

Nunca se irá la memoria viva de Juaquín en tantos pacientes de las villas, las ciudades y los pueblos asturianos y más allá de estas montañas, en los que ejerció de médico o participó en tantos congresos, asociaciones españolas, y academias médicas específicas. Juaquín nunca se irá de tantos paisanos y paisanas, a los que le faltaba tiempo para acompañar desde la puerta del hospital correspondiente hasta la misma mesa del doctor objeto de la consulta. Como lo recordarán tantos doctorandos en medicina a los que dirigió sus tesis doctorales, y seguía dirigiendo ayer. Ni Juaquín se irá ya nunca del RIDEA, donde tanta actividad desarrolló ilusionado estos últimos años: conferencias, dirección de cursos, publicaciones, presentaciones…

Juaquín, hematólogo, un sabio, no sólo de la ciencia médica, sino también de la etnografía, la etnolingüística, la etnobotánica, la musicología, la religión, la etnocultura más arraigada, descansa ya tras una fructífera vida de atenciones y trabajos, tal vez soñando con los versos de Juan Ramón Jiménez: «Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando; / y se quedará / mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco. / Todas las tardes, el cielo será / azul y plácido; / y tocarán, como esta tarde están tocando, / las campanas del campanario».

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