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Síndrome de Estocolmo y Cruz Roja de Gijón

24 de Abril del 2012 - Luis Álvarez Fernández (Gijón)

Hoy es un día que debería estar contento, he pasado un mes y trece días en el Hospital de la Cruz Roja de Gijón y hoy me dieron de alta. Pero la naturaleza humana es la mar de extraña, lo que antes me causaba tedio y aburrimiento, lo que me parecía una celda, y la cama una jaula, y los celadores carceleros, prestos a acudir al grito de «¡A mí la legión!, ¡que el de la 312-1 se escapa!», a la media hora de salir siento una gran añoranza, recuerdo a todos los compañeros de la tercera planta, especialmente a los que coincidíamos en el gimnasio en el turno de las once, donde un «poli malo» intentaba acollonarnos con sus voces, sin conseguirlo, pues casi todos hemos visto cómo actúan en películas de policías y ladrones, pero sólo es muy malo como actor, eso sí, su capacidad pulmonar es tremenda, debo reconocerlo. Al igual que en el ejército las categorías se distinguen con galones, así sucede en el hospital: auxiliares, con un galón de color amarillo; con el color azul, las enfermeras, y los grandes capos, es decir, los médicos, con su bata blanca, casi siempre muy pulcra. A los pocos días de acudir al gimnasio empecé a sentirme como en familia, allí nadie es más ni menos que otro, son dos horas intensas de trabajo, y al principio no era fácil saber de quién partían las órdenes, pues quienes las daban eran las primeras en arrimar el hombro. No existen «clases» y los distintivos sobraban, un buen clima de trabajo, alegre, distendido, pero como las hormiguitas, sin detenerse un momento, acarreando de un lugar a otro a los pesados fardos que somos los pacientes, y que ¡oh, milagro de las «fisio»! de sacos de patatas mal cosidos hacen de nosotros seres independientes. Desde el primer día nos quieren y nosotros desde el segundo o tercero nos sentimos integrados en esa ola de cálida afectuosidad. Nada me extrañaría si algún enfermo se fuese curado de un trauma pero herido de otro, eso que los Freud, los Jung, los Viktor Frankl y una larga lista de psiquiatras se han puesto de acuerdo en llamar «amor platónico». Si fuese el doctor de la voz de oro, que cura solo con oírla, o la doctora de la más dulce de las sonrisas y que cuando lo hace desaparece el dolor, saltaría las barreras de títulos, batas pulcras, cualquier obstáculo que me impide una mayor integración con esa familia sui géneris de pacientes y hermanos mayores que en última instancia están bajo su supervisión. Pero acaso es un tributo necesario que tienen que pagar para bien de los pacientes. Como tal, les agradezco el sacrificio de verse privados del goce que les aportaría ser uno más de la familia.

No sé si llamarlo «síndrome de Estocolmo», el caso es que me fui llorando de lo que consideraba un lugar de disciplina cuartelaria, donde me hallaba secuestrado contra mi voluntad, me ponían con el culo al aire por la proa y por la popa hasta perder por completo el pudor y terminar con esta carta a la prensa para dar gracias a todo el personal de la Cruz Roja, confesándome víctima del síndrome de Estocolmo (también me besaron al marchar dos secuestradores), lo que considero da más mérito a este modesto agradecimiento.

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