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Una alerta inconsciente

26 de Junio del 2012 - José María Ruilópez

La desaparición de los progenitores, a lo largo de los años, ha sido germen de nostalgias, desesperaciones y dudas sobre la existencia vital, la verdadera realidad de sus vidas y el dolor causado por su final inaplazable. Tal vez las más conocidas son las “Coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique.

El pasado 1 de abril, el escritor Javier Marías publicaba un artículo donde hacía referencia al momento en que lo llamaron de urgencia para que volviera a Madrid ante la inminencia del fallecimiento de su madre. Cuando estaba en la casa materna, el médico dijo que la enferma necesitaba un medicamento por el que Javier Marías (muy joven entonces) salió corriendo, como un poseso, a buscar a una farmacia próxima. A partir de entonces, y tantos años después, confesaba en el artículo, cada vez que va por la calle y ve un joven correr le viene a la memoria esa carrera suya en busca de un remedio para su madre que, al fin, no fue suficiente.

Marías refirió en el mismo artículo, según le dijo un periodista alemán que lo entrevistaba, cómo el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince todavía hoy se sobresalta cuando escucha el ruido de una moto, pues a su padre lo habían tiroteado unos sicarios en Medellín desde ese tipo de vehículos.

Tras la muerte del escritor chileno José Donoso, en 1996, su hija, Pilar Donoso, se suicidó después de leer los diarios de su padre, donde descubre una vida muy diferente a la idílica que él le contaba en entrevistas que ella le hacía para la prensa, y cuyos diarios analizó en su libro “Correr el tupido velo”, que le ocasionaron una gran depresión y la llevaron a una ingesta masiva de medicamentos que le causaron la muerte.

Cuando el pasado febrero falleció mi padre, en las fechas anteriores, cuando estaba hospitalizo en sus últimos días, por las noches yo me despertaba acuciado por la intranquilidad y una certeza lejana, pero amenazadora, de su posible fallecimiento. Para mitigar ese acoso en la oscuridad de la alcoba encendía el diminuto transistor con la esperanza de que las noticias, los comentarios o las llamadas de los oyentes ahuyentaran de mi lado presagios difíciles de definir. La Radio Nacional, que estaba sintonizando, a cada poco emitía una cuña de celebración de sus 75 años de existencia, y la ilustraba con una musiquilla y un coro femenino que decía “quiero estar contigo…”.

Esa frase musicada, cuya letra quería hacer mía, como si fuera yo el que la pronunciaba, diciendo que “quería estar con él”, se me aferró de tal modo en el subconsciente en esas noches de espera que desde ese día en adelante cada vez que sintonizo Radio Nacional debo estar alerta para evitar esa cuña, que ya me persigue desde aquellos días como recordatorio maligno y enfermizo, consciente de que todavía me queda un año de escucha precavida, para no caer en las garras de ese mensaje, tan inocuo para todo el mundo menos para mí.

Subtítulo: Sensaciones tras las desaparición de los progenitores

Destacado:Cuando falleció mi madre en su casa gijonesa, recuerdo volver y entrar en su habitación vacía y notar un olor a perfume que identifiqué como el olor de la muerte

Cuando falleció mi madre en su casa gijonesa, recuerdo volver y entrar en su habitación vacía y notar un olor a perfume que identifiqué como el olor de la muerte. Era el olor último de su estancia en vida sobre aquella cama ahora silenciosa. Más que salir de aquella habitación hui aterrado y no volví a entrar hasta pasados muchos meses.

Algo parecido me ocurrió después del fallecimiento de mi tía Lola, que tanto tiempo me había dedicado en mi infancia debido a la enfermedad de mi madre. Cuando entré en la sala vacía del tanatorio de Cabueñes, el día siguiente a su muerte, sonaba en el hilo musical una canción que se afianzó de forma maligna en mi memoria y me persigue desde entonces.

Todas esas sensaciones vitales de diversa índole, que quieren adornar de nostalgia y de alarma nuestra existencia en un momento dado, se convierten, debido a nuestra elevada sensibilidad emocional momentánea y antigua ya, en estigmas que saltan a cada poco, tal vez para recordarnos una realidad inexcusable, y nos embelesan en un éxtasis de sorpresa, en una especie de inmovilidad de la costumbre, como si estuviéramos acosados por una cobra de veneno instantáneo y nos petrificara por unos segundos, hasta que el afán de supervivencia nos regresa de esa ensoñación del recuerdo, de esa sensación que nos entró por los sentidos y se acomodó en nuestro subconsciente para saltar a la mínima señal, volviéndonos a una alerta que fue necesaria en un tiempo pasado, pero ahora ya innecesaria.

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