La mejor persona, don Fernando Rubio
Escribo esta carta sin considerarme digna de coger la pluma ante tan insigne persona y plasmar este sentimiento en un periódico. Pero me mueve una gran necesidad de decir en alto y de proclamar lo que este gran sacerdote y persona inigualable merece.
Tuve el gran privilegio de conocerle desde pequeña; fue el cura de mi vida: mi comunión, sacramento de matrimonio, bautizo de mis tres hijos, director espiritual mío y de mis padres.
Pero no vengo aquí para alardear de esa gran suerte. Vengo aquí humildemente para hablar de él.
Persona grandiosamente humana, hizo el bien a todo el mundo. Los pobres eran su preocupación. Atendió a enfermos físicos y mentales hasta su agotamiento.
Nunca escatimó su tiempo, siempre tenía un minuto, o una hora, para atender y para consolar.
Fue un tremendo transmisor de la fe. Creía profundamente y llevó la palabra y la mano de Dios a todo el que conoció.
Su bondad y su escuchar transmitían una vía de esperanza.
Elegante en su sacerdocio, enérgico en sus liturgias y en su hablar de Cristo. Convocador, párroco por antonomasia.
Don Fernando, para terminar: qué ejemplo de humildad su funeral, sin flores, sin misa concelebrada, «eso sí, dada por el arzobispo», y con don Álvaro, su gran amigo, al lado. Con más de sesenta sacerdotes presentes como feligreses. Con la iglesia abarrotada, pero con una sobriedad importante hasta el punto que el cántico partió del mismo señor de siempre con su piano pudiendo tener usted los mejores coros celestiales y hasta la Polifónica entera.
Hasta el final su elegancia, un ejemplo a seguir para todos: humildad, sin pompa ni boato, que se podía haber producido.
Don Fernando: gracias. Gracias por todo lo que nos dio y por la suerte que tuvimos de haberle conocido.
Mi pluma ya llorando quiere despedirle diciéndole que ahora que sabemos que está a la derecha de Dios Padre, sin ninguna duda, estamos todos más tranquilos porque intercederá por todos nosotros y porque estando donde goza ya tenemos menos miedo a la muerte.
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