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Parálisis crónica

26 de Abril del 2009 - Ignacio Abella Mina (Colunga)

A principios del presente año se derrumbaba la gigantesca Fayona de Eirós y pocos días después se desgajó una gran parte del tejo de Pastur; eran dos de los diez árboles declarados monumentales por el Principado. El departamento de excusas y justificaciones de la Consejería de Infraestructuras y Medio Ambiente contó entonces una media verdad, echando la culpa al vendaval pero sin reconocer la falta de atención y absoluto abandono de este patrimonio natural y cultural. Por las mismas fechas caía el tejo de Brañes (Oviedo), maltratado de todas las formas posibles, y quedaba malherido el de Llanos de Somerón (Lena), ambos ejemplares de conceyu que durante siglos presidieron la plaza de sus respectivos pueblos.

Tuvimos por un momento la esperanza de que la denuncia clamorosa de los propios árboles serviría, al menos, para poner en evidencia la dejadez de los responsables de su conservación y forzaría una nueva política en ese sentido.

Pero el búnker en el que se han atrincherado doña Belén Fernández y el señor Buendía continúa herméticamente sellado. Se diría que la Administración del señor Areces está más interesada en los grandes negocios y los proyectos faraónicos que en la conservación del patrimonio. Prueba de ello es la constante inversión para publicitar y vender ese paraíso natural a cuya protección se dedican tan nimios esfuerzos.

El plan de manejo del tejo, que lleva vigente siete años, ya debería haberse revisado hace dos, según señala el propio decreto. Pero ni siquiera ha comenzado a ponerse en marcha en aspectos fundamentales como la elaboración del catálogo de los ejemplares notables y permanece en el limbo de los despachos. Mientras tanto, vemos con impotencia cómo a otro tejo centenario, el de Veyo, le han pavimentado impunemente todo el sistema radicular durante las recientes obras, uno más para esa lista de árboles pavimentados o afectados por obras en la que ya podemos incluir a la mayor parte de nuestros tejos de iglesia y conceyu.

Los monumentales bosques del Sueve son otra buena muestra de la incompetencia crónica de esta Administración, incapaz durante años y años de formalizar la declaración de paisaje protegido y (o) monumento natural, pese a la creciente decadencia de estos ecosistemas únicos. De cuando en cuando salen a los periódicos para decirnos que esa declaración es inminente y nos preguntamos si por fin será cierto. Pero invariablemente el silencio y el secretismo envuelven los inescrutables designios de la Consejería.

Y tal vez sea lo mejor, si por proteger se entiende, como hasta ahora ha sucedido con los árboles monumentales, realizar una declaración oficial y abandonar a estas “víctimas” a su suerte. Véase el tejo de Bermiego, que sufre una severa compactación del terreno a su alrededor por el creciente número de visitas, en parte atraídas por ese reconocimiento.

Ya aprendimos en Abamia que es preferible no actuar a hacerlo de forma precipitada y lesiva para el patrimonio que se pretende cuidar o restaurar. Ahora, el nuevo director general de Patrimonio Cultural, José Luis Vega, nos tranquiliza proclamando que la delimitación del entorno del BIC de Abamia “tocará cuando tenga que tocar”. Y es que el Principado sólo ha tenido algunas décadas para estos trámites, apenas el tiempo necesario para desgraciar a los tejos (a ellos sí que les ha tocado ya). Veremos si se cumple la promesa de vigilar los árboles seculares para evitar nuevos daños durante las obras de reparación de aquella lamentable restauración.

Con la perspectiva de los dos meses transcurridos desde las últimas e irreparables pérdidas de algunos de nuestros más valiosos monumentos, consideramos que es tiempo de replantear la política de gestión de todo este legado. Para ello, parece necesario pedir una vez más transparencia y apertura a la colaboración ciudadana, dotación de recursos y, sobre todo, un proyecto en el que se incluya la planificación necesaria para iniciar una verdadera gestión y conservación.

Hasta que esto suceda, continuaremos lamentándonos de los malos tiempos que corren para los árboles y -a este ritmo- en unas pocas décadas habremos dilapidado una herencia que por su propia naturaleza debiera perdurar aún por siglos.

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