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Una fausta conmemoración

1 de Junio del 2012 - Pedro Bengoechea Garín

Así lo denomino yo a tan grato evento de las bodas de oro y plata de la ordenación sacerdotal de un considerable número de presbíteros, seculares y religiosos, cuya celebración, como en los años anteriores, tuvo lugar el pasado 10 de mayo, coincidiendo con la festividad de San Juan de Ávila, patrono del clero y doctor de la Iglesia universal. Los actos conmemorativos se festejaron en el Seminario Metropolitano de Oviedo, de los que fui testigo directo y privilegiado. A nadie de los presentes dejó indiferente el significado de este aniversario. Hubo intensa emoción contenida y a veces desbordada entre los asistentes y participantes, que se traducía no pocas veces en verter lágrimas tras el escondrijo de un pañuelo, por causa de tantos recuerdos inolvidables que se agolpaban y se hacían presentes, por la necesidad de agradecer al Señor por amar y haber sido amado por él, haber demostrado durante tanto tiempo perseverancia y fidelidad a los compromisos adquiridos, querer sintetizar toda una existencia en la entrega generosa, incondicional y servicial a Dios y a los hombres durante los 25 o los 50 años de dedicación al cumplimiento del ministerio. También era el momento de reconocer y pedir perdón de las innumerables flaquezas, inherentes a la condición humana, ante las exigencias de ser irreprochables en tan alta misión. Los homenajeados eran bellamente recordados, reconocidos, ensalzados, como es habitual en él, por su Obispo y Pastor, en la homilía de la misa.

Subtítulo: Emotivo aniversario sacerdotal

Destacado:También era el momento de reconocer y pedir perdón de las innumerables flaquezas, inherentes a la condición humana, ante las exigencias de ser irreprochables en tan alta misión

Tampoco quedaron en el olvido para el oficiante los padres y familias, todos aquellos que hicieron posible la vocación primera; más tarde, los que atendieron cuidadosamente del seguimiento en el Seminario; y finalmente aquellos que ayudaron a que la labor sacerdotal fuera fecunda y su caridad pastoral solícita, especialmente para con los pobres, los enfermos, los atribulados, la juventud, el matrimonio, la familia, la vida: personas, valores, instituciones, para cuya protección, guía y custodia fueron también erigidos en sacerdotes.

Seguro que en un acontecimiento tan señalado como éste no faltaron tampoco de estar presentes, física o espiritualmente, aquellos hermanos en el sacerdocio, que decidieron libremente seguir otros caminos, y que hoy muchos de ellos hubieran añorado la suerte de sus compañeros, con el sentimiento acaso de lástima o de pena de haber carecido de una punta de coraje y de generosidad necesarios para seguir respondiendo al Señor en su ministerio sacerdotal. Lo sentimos por ellos.

El sacerdote es intermediario o puente entre Dios y el hombre, intersección entre lo trascendente y lo inmanente, como si perdiera su propia identidad, cuando en realidad es lo contrario, siendo una identidad singular, única y específica. Su aparente indefinición y la misión profética y apostólica de proclamar siempre la verdad del Evangelio le supondrá en la práctica serias dificultades. No en vano es y será objeto de contradicciones, blanco de incomprensiones, críticas, amenazas y persecuciones, como lo fue Jesús en su vida mortal, quien reiteradamente anunció a sus apóstoles y discípulos que correrían la misma suerte, en cumplimiento de su misión de ser sus testigos y dar el testimonio de la Verdad y del Bien a los hombres. Ante un mundo cristófobo, laicista, relativista, de un «progresismo» de valores invertidos y consignas de muerte, la Iglesia, los sacerdotes, son percibidos como el último y único baluarte de oposición y resistencia organizada, que no será vencido por nada ni nadie, gracias a la asistencia del Espíritu Santo, que lo sostiene y le sostendrá siempre.

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