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Cuando las voces se apagan en Teverga

26 de Mayo del 2012 - Celso Peyroux (Teverga)

Cuando las voces humanas se apagan, me rodea un mundo de silencios y tengo que poner muy atento el oído para poder transcribir los ecos y las ondas que nos dejaron. Casi siempre acuden primero las imágenes, y el esfuerzo ha de ser grande para armonizar el sonido y las secuencias.

Dos o tres años antes del fallecimiento de Juana Prida, oyendo cómo tocaba una pieza de Chopin al piano de cola que le habían regalado sus sobrinas, intentaba, en vano, recoger todas aquellas energías y la sabiduría dictada sobre el teclado para un día, cuando la buena y sabia anciana –con más de 90 años sobre sus hombros– nos abandonara, pudiera acariciar las negras y las blancas con mis dedos y que del contacto salieran las melodías con las que nos deleitaba.

Otro tanto me ocurría el pasado verano oyendo a José, el de Cansinos (estirpe de familia con voces para el canto), por el camino real de San Martín a Las Vegas, cuando sentado bajo un ciruelo entonaba “Carros materos”. Lo había oído cantar de niño, luego de adulto y, en fin, como la propia vida, de anciano. Oyendo aquella tonada y otras, cerraba yo los ojos, abría los oídos de par en par e intentaba hacer lo propio cuando escuchaba las melodías de los grandes músicos que en la vida han sido interpretados por la noble anciana de Fresnedo.

En estos días se nos fue José para el mundo de los justos, y de aquellos encuentros estivales me quedan –entre un amplio abanico de cosas buenas– su apacible sonrisa, sus modales de hombre bondadoso y el eco de su voz bajo el ciruelo.

Y algo parecido me sucedía con Quico Solís, cuando nos cruzábamos en el mismo camino y, apoyándonos en la nueva balaustrada, a la altura de La Tejera, me hablaba de tantas cosas: la mina y lo minero, Santianes y sus gentes y, sobre todo, los años difíciles cuando se iba a las siegas por esos mundos de Dios para ganarse la vida a golpe de guadaña. Pasaba yo el tiempo, más vivo que muerto, a su lado y la mañana se convertía en ambrosía cuando José me cantaba muy despacio “Las cuatro Polas”, y Quico completaba aquellas horas matinales con sus bellas historias. Quico también se fue. Un hombre servicial y lleno de bondad, a quien ya no volveré a preguntar nunca más: “¡Qué! ¿Cómo vamos, Solís?

Este verano se me antoja que no va a ser muy distinto. Para empezar, voy a seguir tomando el mismo camino real, porque a la ida o a la vuelta me los volveré a encontrar, como si nada hubiera sucedido. No me ocurrirá como con los versos del poeta: “…después de tanto, todo para nada…”. Sonrisas de ambos, saludos efusivos, las historias de Quico y la voz de José, que me dará la alegría para seguir viviendo en un mundo donde cada vez son más las manzanas podridas y agrias de la vida –para infortunio y desdicha de los valores esenciales del hombre y de manera notable para las generaciones venideras, que tendrían que mirarse en el espejo de Quico y José– que las buenas “repinaldas” en las pomaradas de Cansinos.

Que la paz os acompañe. Vuestras voces nunca se apagarán y vuestras siluetas seguirán siempre caminando por la vieja senda dejando un aroma de paz y bienestar.

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