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El encierro en la iglesia San José de Gijón en 1971

18 de Junio del 2012 - Cristina Menéndez Vázquez (Ablaña, Mieres)

En relación con el artículo «Nueve noches en San José» publicado en su periódico el pasado domingo 22 de abril, quisiera a través de este medio expresar mi gratitud al señor Jesús Menéndez Peláez, artífice de dicho artículo.

Tengo que reconocer que me impactó mucho y me emocionó aún más. Es un relato tan fiel y tan honesto de lo que allí sucedió que no tengo palabras para agradecerle este recordatorio.

No me he presentado. Mi nombre es Cristina Menéndez y soy hija de uno de aquellos pensionistas (Emilio Menéndez) que pasaron aquellos nueve días encerrados en la iglesia de San José de Gijón aquel septiembre de 1971. Mi padre no era tan anciano como la mayoría. Tenía sólo treinta y nueve años, aunque estaba enfermo y pensionado desde los treinta y tres.

Yo era una niña de diez años. Un domingo, supongo que sería el primero y el último que pasaron allí, fui a visitarlo con mi madre y mi hermano. El recuerdo más anecdótico que tengo de aquel día fue la sorpresa que llevó mi padre al verme con el pelo cortado «a lo chico». Yo tenía una melena muy larga y mi padre no quería que me la cortara. Mi madre aprovechó la coyuntura para cortármelo porque quería que me creciera más fuerte.

Pero el episodio que no puedo olvidar es cuando mi padre regresó a casa con el cuerpo marcado por los toletazos que recibió por parte de la Policía. De hecho, había tenido que quedarse una semana en Gijón, recuperándose en casa de una tía de mi madre porque estaba tan mal que no podía desplazarse hasta Mieres. Mi madre iba y venía todos los días de Gijón a Mieres porque tenía que atender a sus hijos y vender su pescado por los pueblos para ayudar a la economía familiar. Marchaba por la tarde a ver a mi padre y volvía por la noche a dormir a casa. Así una semana. Y vivíamos en un pueblo, y allí vive todavía mi madre, a 4,5 kilómetros de Mieres, montaña arriba, y no había coche ni autobús, sólo las piernas.

Cuerpo y alma rotos por aquella salvaje e injusta intervención policial. ¿Cómo pudieron machacar a palos a seres humanos que pacíficamente sólo pedían una pensión digna?

Recuerdo también, o porque me lo contó mi madre, que al día siguiente de este brutal suceso venía a jugar el Barcelona contra el Sporting, y, claro, había que dar buena imagen.

A los dos meses aproximadamente de aquella «hazaña», a mi padre le detectaron un cáncer de esófago. Lo operaron en Madrid en febrero de 1972 y en enero del 73, un día antes de cumplir los cuarenta y un años, murió. Tendría que ser así, pero creo que aquellos hechos aceleraron el proceso, y el dolor en el hombro izquierdo, que fue donde recibió uno de tantos golpes, le acompañó hasta la muerte.

Siento que muriera sin conocer la democracia, que viviera siempre bajo la guadaña de aquel sistema dictatorial, trabajando como un esclavo mientras pudo y luchando luego por una pensión digna después de haber dejado la salud en la mina. Pero lo que más siento es haber quedado sin su presencia, sin su cariño, sin su protección.

Aunque mi padre era ateo, o al menos anticlerical, sé que estaba muy agradecido por el buen trato que recibió por parte de los responsables de la iglesia de San José, y ahora que sé que estaba usted allí como cabeza visible, le doy las gracias en nombre de mi padre por el trato recibido y por intentar protegerlos a toda costa de aquellos «vándalos» que actuaron bajo las órdenes de aquel gobernador civil sin escrúpulos.

Un fuerte abrazo, y todo mi agradecimiento y el de mi familia por impedir que queden en el olvido hechos como los de aquel día.

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