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La participación del clero en las Cortes de Cádiz

8 de Agosto del 2012 - Perfecto Rodríguez Fernández

La importancia de la Constitución de Cádiz es enorme. Es nuestra primera Constitución, un hito fundamental en la historia de España, que va a servir de modelo para todas las Constituciones de América del Sur y de algunas europeas, como las de Italia y Portugal. Aunque se inspira en parte en la francesa de 1791, es mucho más avanzada y progresista que aquella, ya que acepta el sufragio universal y una amplia garantía de derechos. Es, en definitiva, una constitución liberal y moderna que pone fin al absolutismo real. Ha sido muy celebrada en todos los tiempos y este año conmemoramos su bicentenario.

Sus rasgos principales los podríamos resumir así:

1.º–La soberanía nacional: el poder reside en la nación y no en el rey.

2.º–División de poderes: legislativo (las Cortes), judicial (los tribunales) y ejecutivo (el rey, pero con importantes limitaciones).

3.º–Sufragio universal masculino indirecto.

4.º–Igualdad de los ciudadanos ante la ley.

5.º–Reconocimiento de derechos individuales: a la educación, libertad de imprenta, inviolabilidad de domicilio, propiedad, etcétera.

6.º–El catolicismo es la única confesión religiosa permitida, que será protegida por la nación con leyes sabias y justas.

Y ahora ha llegado el momento de preguntarnos, ¿quiénes eran, a qué clases sociales pertenecían, qué adscripción política tenían o qué ideas profesaban esos diputados electos reunidos en Cádiz que fueron capaces de consensuar en momentos tan difíciles, asediados por las tropas francesas, una Constitución tan moderna y actual objeto de imitación y admiración universal?

Es esta una cuestión poco conocida del gran público, ignorada por muchos, aunque a todos nos suenan dos o tres nombres de gran relieve por su protagonismo.

Hay que advertir previamente que los elegibles no estaban organizados en partidos políticos. Dicho de otro modo: se presentaban por libre ante los electores. Esto va a ser muy importante a la hora de votar los preceptos constitucionales, pues aunque había diputados liberales, moderados, conservadores, etcétera, al no estar organizados en partidos políticos, no se sentían constreñidos por la disciplina de partido, votando libremente y no como borregos al estilo de nuestros parlamentarios actuales.

El resultado de las elecciones fue el siguiente: el grupo más numeroso de diputados, con diferencia, fue el de los eclesiásticos, prácticamente un tercio del total, es decir, en torno a 100 de 300. El resto se distribuían de la siguiente manera: 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 16 profesores de Universidad, 4 escritores y 2 médicos. A los que hay que añadir 37 militares, 8 nobles, 9 marinos, 15 propietarios y 5 comerciantes. Es decir, el análisis sociológico de los diputados no era como en la actualidad de las llamadas clases medias, sino más bien de las clases instruidas. El perfil intelectual que ofrece el grupo de los diputados eclesiásticos viene señalado por la educación diferenciada que han recibido y el currículum que muchos pueden presentar: obispos, dignidades, canónigos, curas de ciudad y algunos de pueblo. Se trata básicamente de clero alto y medio caracterizado por la excelente formación adquirida y el prestigio social que los rodeaba. Eran, en concreto: 6 obispos, 46 canónigos, y el resto, presbíteros, es decir, curas sin más. Pero entre estos curas había catedráticos de Universidad, capellanes, bibliotecarios, secretarios episcopales y 18 párrocos de iglesias urbanas importantes. Sólo 10 eran curas rurales.

El Discurso Programático que debía sentar las bases de la nueva Constitución se le encargó a Diego Muñoz-Torrero, sacerdote liberal muy ilustrado, que había sido catedrático y rector de la Universidad de Salamanca. Defendió la soberanía nacional y la división de poderes, temas capitales y muy delicados, que presagiaban un fuerte debate de varios días. Pues, bien, fue aprobado por unanimidad y prácticamente sin discusión en una tarde. Él y otros clérigos liberales como Villanueva, Espiga, etcétera apoyarían también propuestas tendentes a la libertad de imprenta, eliminación del Tribunal de la Inquisición, reforma del clero regular, etcétera. Es cierto que hubo también eclesiásticos muy conservadores, como el obispo de Orense o el asturiano Iguanzo, que se oponían a ciertas reformas que podían afectar a la Iglesia, pero fueron minoría dentro del estamento eclesiástico, y al final votaron también la Constitución. La única excepción fue el mencionado obispo de Orense, don Pedro de Quevedo y Quintano, que pidió que se le permitiese explicar los motivos para no votar favorablemente, y de una manera intemperante fue expulsado de España y privado de sus bienes. También años más tarde, con la vuelta de Fernando VII, Diego Muñoz-Torrero, probablemente el constituyente de más prestigio, que acabamos de mencionar como autor del discurso preliminar, por motivos bien distintos de los del obispo de Orense, en este caso por ser liberal, tuvo que exiliarse en Portugal, siendo perseguido y muriendo en unas condiciones lastimosas. Está claro que los españoles no tenemos remedio.

En consecuencia, se podría decir que esa Constitución modélica, liberal y moderna fue obra en gran parte de los curas. Ese tercio de diputados eclesiásticos era el grupo más homogéneo culturalmente y de mayor nivel intelectual, llevando la voz cantante en todas las deliberaciones, independientemente de que hubiese en sus filas ultraconservadores, conservadores moderados y liberales, con predominio de estos últimos. Al final todos votaron favorablemente, con la excepción ya dicha del obispo de Orense. Por eso no se puede presentar la Constitución de Cádiz como la obra de cuatro liberales laicos, anticlericales y «progresistas» que se propusieron eliminar los privilegios del clero y la nobleza, como hemos podido leer en alguno de los numerosos artículos publicados con motivo del bicentenario que celebramos. Es que no se han leído entre otros los artículos 12, 47, 71, 86 y 366.

Entre los laicos también los había con ideas liberales y conservadoras, pudiéndose establecer una graduación entre los más exaltados y los más serviles. Pero predominaban, como en el clero, los liberales moderados. Prácticamente todos eran católicos, y aun los pocos anticlericales que había eran hombres de fe, como es el caso del asturiano Argüelles, que tuvo un protagonismo especial en Cádiz. Nuestro constituyente de Sueiro (El Franco), Andrés Ángel de la Vega Infanzón, también era un hombre muy religioso. En sus clases de la Universidad de Oviedo recomendaba a sus discípulos «mantenerse en los principios de las Santas Leyes de la Revelación», aunque discerniendo entre lo que «introduxo la vana superstición y la credulidad».

Es curioso constatar finalmente que las dos únicas constituciones de consenso de las muchas que ha habido en España en los dos últimos siglos han sido la primera, es decir, la de Cádiz de 1812, cuyo bicentenario celebramos, y la última, de 1978. Todas las demás han sido en cierto modo partidistas, es decir, con una orientación ideológica en función de la ideología triunfante, fomentando sin pretenderlo la inestabilidad y las numerosas guerras civiles que hemos sufrido.

En cambio todas ellas en mayor o menos medida fueron respetuosas con la Iglesia católica, en consonancia con la evolución de los tiempos, incluida la última de 1978. Hay una excepción clamorosa. Se trata de la Constitución republicana de 1931, previa a nuestra última guerra civil, cuyos artículos 26 y 27 son tremendamente sectarios y demoledores para la Iglesia católica.

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