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El troncha-cadenas y esos pequeños ángeles del camino

19 de Junio del 2012 - David Luiña Garcia (Gijon)

Era a finales de mayo y el cielo había amanecido despejado y un sol de justicia lucía en Gijón. Era un día estupendo para coger la bici y decidí hacer una ruta que había descubierto dos semanas antes, en la que una parte de esta, discurre por una caleya que baja desde el Campo de Golf de la Llorea y llega a la playa de la Ñora. En este tramo de entorno privilegiado, el camino atraviesa un frondoso monte de vegetación autóctona y el silencio, roto por los sonidos propios del bosque y el ruido del agua de un cauce cercano, te hacen experimentar un pequeño momento de paz y sosiego. Cuando salía de Gijón dirección a Deva, la altura de la escuela Politécnica adelanto a otro ciclista. Vestía de blanco y azul y me fijé lo suficiente para ver que se trata de un tío bastante alto, como yo soy alto y grande, siempre me llama la atención ver a alguien en mi misma situación sobre una bici. Continúo y una vez en el tramo que arriba describo y transcurridos apenas dos minutos de divertido descenso, la cadena de mi bicicleta se rompe. Y allí me encontraba yo, en medio del monte, sin cobertura para el teléfono, relativamente lejos de Gijón, sin repuesto de cadena y con una navaja multiusos con la que ingenuo de mí me dispongo a reparar la cadena. Mientras intento decidir por dónde empezar y como acometer la reparación, aparece el desgarbado ciclista que había adelantado hacía un rato. Cuando llega a mi altura, se detiene y me pregunta si necesito ayuda, a lo que yo le respondo que se me ha roto la cadena y que intento repararla, enseñándole mi navaja multiusos. Al instante me dice que con eso va ser imposible, se desmonta y me dice que necesito un troncha-cadenas y que él tiene uno. En mi vida había escuchado esa palabra y mientras pacientemente se pone a arreglar mi cadena, me dice que tiene cierta experiencia en reparar bicicletas y que a él le han prestado ayuda muchas veces mientras viajaba en bici. Le pregunto qué viaje ha hecho en bicicleta y me responde que la Ruta de la Seda en compañía de su chica. En ese momento pongo en un pedestal a ese desconocido y mientras reparaba mi bicicleta comenzamos a charlar. Yo le cuento que he regresado de Madrid después de 8 años y que había retomado mi vieja afición por la bici. Él me cuenta que no le gusta la ciudad y que necesita aire libre, que le encanta la montaña y que en cuanto que pueden, él y su chica se van al monte. Comienzo a interrogarle sobre su viaje por la Ruta de la Seda y me cuenta que durante su viaje y en situaciones complicadas, inexplicablemente casi siempre aparecía, como el los llama, un ángel del camino y les sacaba del atolladero. Reparada la bicicleta, continuamos juntos hasta Gijón en una agradable charla sobre viajes, que sin querer deriva en un cambio de impresiones sobre la búsqueda de lo importante de la vida y como saber apartar lo accesorio de ella. Lo que podía haber sido un día para olvidar, se convirtió en una agradable experiencia. Nos despedimos en la avenida de la Costa y durante toda esa tarde y el día siguiente no dejo de pensar de mi conversación con Emilio, que así se llama y en su extraordinaria peripecia vital. Quizás a partir de este momento me disponga a ser más consecuente y razonable en mi manera de afrontar mi vida o no, pero fue enriquecedor hablar con él. Reflexionando días después, quizás más que un troncha-cadenas, aquella soleada mañana de mayo, necesitaba hablar con uno de esos pequeños ángeles del camino que aparecen cuando más los necesitas.

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