Tata
Ni María ni Isabel. Marisabel te llamabas. Así te conoció todo el mundo que hoy te llora, menos los pocos para los que siempre serás y fuiste Tata. Orgullosa de haber cuidado a tus sobrinos. De lento caminar. Con ojos de rasgos especiales. Bajita. Rellena. La ropa no te sentaba bien y había que hacerla a medida. Vestidos de flores. Chaquetas tejidas de lana. No aprendiste a leer, y apenas llegaste a escribir más que crucecitas con las que llenaste cuadernos enteros. Eras más lista que todo eso. Nunca te hizo falta para saber en qué cinta de Vicente Díaz estaba la canción que querías escuchar. Ni para buscar en la radio la emisora en la que ponían «Apueste por una», o aquella desde la que tu Charito Laguna una vez te habló. Apenas hace horas que no estás y qué grande es el vacío que nos dejas.
Como Melchor y Baltasar ya estaban ocupados adoptaste a Gaspar como Rey Mago. Al invierno en Oviedo le seguía el verano en Vibaño. Los primeros días siempre a disgusto, luego a la sombra en tu silla de la plazuela. Plegable. Sin respaldo. La que podías llevar tú sola y poner al lado de mamá y papá. Los disfraces, las caretas y los velos de las novias te asustaban. Por eso tu hermana se casó sin él. También te reías mucho. A carcajadas a veces. Pero siempre salías seria en las fotos. Y te manchabas la boca, la nariz y las manos con el merengue de los milhojas.
Fuiste la niña de todos. Pero tus años eran más cortos que los nuestros, más valiosos, y pasaron demasiado rápido. La ley de Dependencia llegó tarde para ti. Miento. No llegó. Fue inexistente. El destino es cruel, y el aviso de tu evaluación llegó dos días antes de que te fueras. Pero tuviste una madre y una hermana que se desvivieron hasta el último momento para que nunca, jamás, te faltase nada. Que prácticamente te envolvieron en algodón para que no te hicieses ni una herida. Que pelearon para darte la comida, cambiarte de postura, noches y días al lado de tu cama. Igual que Lopolo, como tú le llamabas. Tanto como tu padre. Parece que aún le oigo: «María Luisa, mira a ver qué le pasa a la cría». Que te llamaba a su lado cuando llorabas o te reñían y enseguida todo se pasaba. El día que murió no te dijimos nada. «Se fue». Cuánto le quisiste. Y cómo lloraste al darte cuenta de que no iba a volver.
No conozco a nadie que no te quisiera. Que no se haya reído con tus ocurrencias o con tu picardía cuando te escandalizabas si Angelín era más alto que tú cuando te medías con él. O cuando preguntabas a alguna del pueblo si se había echado novio. Toda esa gente que tuvo la suerte de tenerte en su vida. A la que amaste sin condiciones. La misma gente que ahora se da cuenta de lo mucho que va a echarte de menos. De lo solos que nos dejas.
Yo puedo presumir de ser quizá la persona a la que más quisiste en tu gran vida, en dura competencia con tu madre. Un poco más que a Miguel, aunque nunca lo reconociste. El que te llevaba al médico cuando te sacaban sangre para que no llorases. El único que podía cortarte las uñas. Al que nunca le hiciste ni un solo reproche. El más guapo y perfecto ante cualquier comparación. Al que le concediste una sonrisa o una mirada cuando ya no eras tú. El que ya no va a poder llevarte de la mano. Desconsolado ahora que te has ido para siempre.
No sé si hay una vida después de ésta. Pero nadie la merece más que tú. Cuánto cuidaste de nosotros. Porque te quisimos mucho. Muchísimo. Pero nunca tanto como tú a nosotros. No recuerdo cuántos radiocasetes estropeaste, ni cuántos auriculares tuvimos que comprarte. Para ti, como para mí, la música era importante. Y ahora que no estás tengo claro cómo voy a recordarte. Viéndote bailar y cantar en tu habitación cuando creías que no te miraba nadie.
Tu sobrino Pablo
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