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Lo que significa ser minero

16 de Junio del 2012 - José Manuel Rodríguez Miranda (Ribadesella)

Jandro (para sus amigos Jandrín) es un minero joven, muy joven, pero veterano y experimentado, muy experimentado. Cuando llega al pozo donde trabaja encuentra un ambiente extraño: mucho movimiento, mucha gente vestida de forma distinta a la habitual de los trabajadores y sobre todo un extraño silencio. Barrunta que la tragedia está latente. Al llegar a la sala de baños comprueba que la ropa de trabajo sigue colgada de las cadenas, que sus compañeros no se han cambiado, unos fuman ansiosos, otros caminan de un lado a otro y el silencio sigue flotando en el ambiente. Efectivamente, algo malo ha ocurrido: tres compañeros del turno anterior han sido tragados por esa tierra que les proporciona el sustento para sus familias. De repente, alguien llega corriendo y jadeando avisa de que están vivos, que están haciendo ruidos para que sepan de su existencia.

El capataz le dice a Jandro y a Vicente que se cambien de ropa. Sus compañeros les dan palmadas en la espalda o cierran los puños para animarles. Todos quisieran haber sido elegidos y todos sienten miedo, pero confían en la profesionalidad de Jandro y Vicente, saben que son excelentes mineros, magníficos compañeros.

La tarea es muy difícil. El escombro desprendido por los que hay que intentar el rescate es muy inestable pero poco a poco el mínimo agujero por el que apenas cabe una persona va abriéndose: una hora de trabajo una hora de descanso. Cada turno con inquietud porque hay nerviosismo por avanzar rápido, pero no es posible por las condiciones del terreno. A las seis horas están agotados pero el capataz les pide que sigan. Lo hacen, sólo quieren que se avise a sus familias de que están bien para no inquietarlas. Continúan la dura tarea y en uno de los descansos Jandro le dice a su compañero Vicente que vaya con mucho cuidado que le parece que la salida está próxima, pero pasa la hora y éste vuelve a salir. Será él quien en un momento dado verá cómo el agujero cede y se abre a un hueco cargado de polvo del que sale un aire viciado que le seca la garganta. Su foco se mueve entre aquel polvo y entre el mismo vislumbra seis puntitos de luz en el fondo. Además se mueven, son ojos. ¡Están vivos!, acurrucados como fantasmas que han visto la muerte de cerca; uno de ellos no puede aguantarse y echa a correr hacia el agujero del que ha salido la vida. Jandro le deja pasar y no le da tiempo a decirle que tenga cuidado por lo que se rasga la piel de la espalda con una traicionera piedra imposible de romper, pero no importa, el minero sigue deslizándose hacia la luz. Los otros se abrazan a su salvador y éste les deja el camino franco dándoles el foco para que vayan delante. Cuando llega al exterior con Vicente, exhaustos, extenuados, pero felices, son dos estatuas negras como el azabache, irreconocibles y ven ya fuera de la jaula, a lo lejos, donde los talleres a tres sombras negras como ellos con gafas negras que les saludan rodeados de gente que les abraza, les toca, ríe, llora...

Una mujer ¿hermana, madre, esposa...? se acerca a ellos y con la cara empapada de lágrimas sólo les dice ¡gracias! En la mejilla de Jandro una gruesa gota deja un surco en el infecto carbón que cubre su cara. La misma que le caía cuando me contaba esta historia. Esta semana, ya jubilado, mientras caminaba por Mieres, un sicario disfrazado de robocop levantó una porra para pegarle, pero algo debió de ver en sus ojos, tal vez el recuerdo del trabajo de su padre Quico, de quien aprendió a trabajar y a luchar o tal vez esa rabia, esa furia contenida de siglos de la clase obrera, lo que le impidió descargar el golpe. O tal vez la conciencia de saber que no es un sicario de nadie..., ¿quién sabe?

¿Cree el señor ministro que merece él mejor sueldo que Jandro, que cualquier minero del mundo?

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