La maldición de Demeter
Robert Graves, en su obra «Los mitos griegos», resume, en base a fuentes clásicas, el siguiente episodio mítico:
Eresictón, hijo de Tríopas, entró con veinte hombres en un bosque que los pelasgos, pueblo predecesor de los helenos, habían plantado en honor de la diosa griega de la agricultura Deméter, y talaron sus árboles sagrados.
Deméter, disfrazada de sacerdotisa, les pidió de buenas maneras que desistiesen de su propósito, pero al negarse aquellos y ver cómo Eresictón la amenazaba con el hacha, enfurecida, lo condenó al hambre eterna. Desde aquel momento, cuanto más comía, más apetito tenía, hasta que arruinó a su familia y terminó vendiendo a su hija Mestra para saciar su hambre sin conseguirlo nunca.
La crisis actual, que por otra parte no sólo es económica, tiene diferente frentes y extensiones, pero un solo origen: un sistema que se basa en la codicia, sentimiento genuinamente humano, tan inmoral como la ira o la venganza, denostado de manera transversal en toda religión, sistema ético o ideología.
Pero es la base del llamado «libre mercado», el impulso principal del mismo, y su satisfacción el objetivo cardinal del sistema capitalista.
La codicia es una carrera para acumular dinero, poder y todo tipo de riquezas materiales, y nunca se detiene. Es un círculo vicioso y quienes cruzan la línea una vez tienden a cruzarla constantemente.
Cierto es que existe todo un cuerpo jurídico, unas prácticas sociales y unos compromisos políticos para intervenir sobre este motivador tan poderoso con el fin, no de aherrojarlo, ni de prevenirlo, como sería natural, sino de reconducirlo, para que no sea un agente caótico.
En esas condiciones los seguidores de Eresictón, el eterno hambriento, se han multiplicado y encaramado en las instituciones financieras, se han hecho los dueños de la caja de caudales y, por fin, han sometido al poder político a sus propios intereses.
Ya no es un puñado de hombres ricos que crean fabricas, los aventureros que conquistan tierras a la selva o los acaudalados que explotan minas, la base del sistema, no, ahora son individuos que, asociados y accionistas de grandes corporaciones, mueven dineros sumamente volátiles, juegan con ellos, ganan fortunas y, cuando pierden, van a los estados y los obligan a devolver lo jugado.
Cada vez que los mercados, a través de sus mensajeros y apologetas tales como gobiernos, parlamentos, medios de comunicación, etcétera, imponen un paquete de medidas consistentes en pérdida derechos adquiridos, disminución del poder adquisitivo y saqueo de las arcas públicas con privatizaciones o inyecciones directas de capital, los mismos mercados reaccionan con más dudas y más exigencias.
¿Que se aprueba una reforma laboral?... las bolsas caen en picado. ¿Que un país de la Comunidad Europea se somete al rigor presupuestario?... las agencias de calificación rebajan su credibilidad. ¿Que se interviene a un Estado?... la prima de riesgo sube. Y en esta guerra sin cuartel, en esta revolución iniciada por los ricos y poderosos a través de sus rituales en las bolsas, en los despachos de calificaciones, en los bancos centrales, envían mensajes cuyo significado es: más hambre después de comer.
La voracidad del sistema capitalista se reviste de unas justificaciones morales, históricas y científicas utilizando una argumentación rampante, sin debate, rehuyendo cualquier polémica sobre la conveniencia o no de cambiar el modelo.
Intentar justificar y convertir en una fatalidad ajena a la voluntad de los ciudadanos los desastres del sistema, su injusticia intrínseca, así como ocultar su condición de dóciles consumidores a los ciudadanos, requiere la fabricación de consensos incuestionables, y para ello se sirve de un control férreo de los medios de comunicación masivos.
Se trata de someter al rebaño desconcertado –que se encuentra alienado y, en muchos casos, amedrentado– a la repetición de eslóganes tales como que no hay alternativa, que debemos someternos a la lógica de los mercados –léase especuladores sin rostro y sin alma–, que se han convertido en estos tiempos en la piedra angular del sistema capitalista.
Estamos asistiendo a una época de impudicia en la que los amos de los mercados exigen a los dirigentes políticos que justifiquen su sueldo, y los ciudadanos vemos con estupor que en medio de tartamudeos y frases sin contenido, repetidas machaconamente por esos líderes, no se guardan ya ni las mínimas formas. La educación, la sanidad, las políticas sociales, el empleo, la cultura, la dignidad... son elementos de un paisaje antiguo, árboles que pueden talarse en el bosque de Deméter.
De nada servirán rescates, condonaciones de deudas, relleno de enormes agujeros financieros, asalto al tren de las nóminas de los trabajadores, subidas de impuestos. Los mercados son los templos donde habitan los adoradores de la diosa Codicia, se santifican y se imponen las leoninas reglas que su voracidad precisa y, aunque se arruinen países, se empobrezcan sociedades y se venda todos los días a la inocente Mestra, Eresictón está condenado al hambre eterna.
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