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El olor de la vida

30 de Abril del 2009 - Lisardo Santirso Vázquez (Oviedo)

San Hipólito, el que fuera mártir bajo la persecución de Maximino en el año 235, nos recuerda en su obra "Comentario al cantar de los cantares" que, en la cruz, el cuerpo de Jesús, como si de un frasco de perfume se tratara, se quebró y así su aroma se difundió por todas partes. Aquel perfume que había tenido en exclusiva para sí durante su vida, tras la muerte se derramó sobre los corazones de todos los hombres. Nos recuerda a la mujer que derramó aquel carísimo perfume de nardo auténtico sobre la cabeza de Jesús y que tanta irritación provocó sobre los fariseos. Aquella mujer, menospreciada por tantos, supo anticiparse, como nadie, al misterio de la muerte de Jesús.

Resulta curioso que en hebreo, la lengua sagrada del Antiguo Testamento, espíritu se dice "ruaj" y perfume "reaj". La similitud entre ambas palabras nos hace sospechar del vínculo semántico existente entre ellas, como ocurre con otras tantas expresiones hebraicas. Así pues, aquel Espíritu divino (ruaj) que aleteaba sobre las aguas primordiales, y que impregnaba de su aroma maternal a toda la creación, con la muerte del Crucificado, sella con su fragancia la intimidad de lo humano. El creyente sabe que cuando se desciende a lo profundo del alma, se percibe el verdadero olor de la vida. Un olor que impregna a la persona, no desde el exterior, sino desde el hondón del corazón humano.

Algunos, acicalados con "perfumes de mercado", se empeñan en opacar el verdadero olor de la vida. Niegan la vida del "nasciturus" (el que ha de nacer), y lo convierten en "moriturus" (el que ha de morir). La cristianización del imperio posibilitó que se mitigara el abandono de los recién nacidos y el infanticidi. Y no sólo eso, se introdujeron medidas humanitarias en los reglamentos carcelarios, se otorgaron facilidades para liberar a los esclavos, y se frenaron los combates a muerte entre gladiadores. La vida era entendida como un don de Dios y no cabía abandonarla a los caprichos del hombre.

Parece que estamos ante una nueva paganización, el laicismo, queentiende la vida del ser humano que está destinado a nacer, no como un valor en sí mismo, sino como una propiedad de los padres, ante una mentalidad que niega la protección de la vida de los más pequeños e indefensos, ante una ideología capaz de negar, incluso, las indicaciones de tantos científicos que afirman el principio de la vida desde que se constituye el cigoto, el verdadero momento del inicio de la vida humana, y que advierten de las dos víctimas que produce: la que no vivirá jamás y la que malvive como consecuencia del síndrome postaborto. Existiendo, al menos, esta falta de consenso entre la comunidad científica, ante la duda, deciden abogar por la interrupción de la vida.

Aún así, los cristianos no perdemos la esperanza. Jesús ha muerto para vencer a la muerte, no es su cadáver lo que hiede, y nos ha dejado como prueba el perfume del Espíritu vivificador.Aquél que ha vencido la muerte y nos ha bendecido con su aroma aliviará, sin duda, los hedores de tantos espurios planteamientos, incapaces de advertir el misterio sublime de la vida humana que se teje desde el mismo momento de la concepción.

En la Biblia el perfume está estrechamente relacionado con el Espíritu por su tendencia a elevarse hacia lo alto, por provocar el encuentro amoroso, por evocar la salvación que experimentan los oprimidos, por significar la fragancia de los humildes, pobres y desterrados que no pierden la confianza en Dios, y por conferir la fuerza para el testimonio y el martirio. Es por eso que constituye el aroma de la santidad de todos aquellos nasciturus a los que se les niega el derecho a vivir.

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