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Payasadas y trevisondas

1 de Julio del 2012 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

Arcadi Espada defendía, en un artículo reciente, el prestigio y la dignidad de los artistas circenses frente a los que denuncian que las payasadas cada vez más frecuentes de no pocas de sus señorías están convirtiendo el Congreso de los Diputados en un circo. Los acróbatas, a base de disciplina, tenacidad y riesgo, llevan muchas veces al espectador al borde de la angustia, con el corazón en un puño. Los malabaristas nos dejan estupefactos, por más que sepamos de antemano que, con la entrada, pagamos la porción congrua de sorpresa. Los payasos inspiran, con su gracia patéticamente quebradiza, la pintura, la literatura y el cine. Los diputados, en cambio, con sus burdas payasadas de colegiales mal criados, sólo consiguen inspirar, al margen de la incondicional claque partidista, vergüenza ajena.

En efecto, un congreso cuyos leones se disfrazan con los colores del Athletic, en el que se enarbolan banderolas secesionistas e irredentas o se montan tenderetes con camisetas (¿made in China?), en el que no faltan quincalleros y mercachifles exponiendo al público sus trebejos, tiene menos de circo que de plaza del Cascorro, con su mercadillo cutre. Un día de estos alguna de sus señorías nos dejará atónitos escupiendo fuego después de haberse tragado la Constitución.

A ver si en España se enteran de una vez por todas de que Trevín se llama Antonio (oí cómo en una tertulia le llamaban Ramón y hay, incluso, indocumentados sin remedio incapaces de identificar al «diputado del candil»). Que Trevín se llama Antonio, hace más de treinta años que en Asturias lo tenemos muy sabido. Menos sabido teníamos que lo de Antonio Trevín era el carbón; pero ahí lo tienen, apurriendo oportunamente el candil desde el Palacio del Congreso, el pozo moqueta mejor enmoquetado del Reino. Si El Guaje no lo fuera ya David Villa, ya tendríamos a Trevín El Guaje. ¿No eran los guajes los que apurrían los aperos a los picadores en el tajo? Pues ahí tienen al farol de Trevín saliendo por farolaes, blandiendo la lámpara de minero desde la barricada de cuero y terciopelo de la inmunidad parlamentaria, con el gesto arrebatado de «La liberté gllidant son peuple» (cuadro que Trevín conoce, ya que viene en todos los libros de Seeiales desde que-empezé-la Transición).

Y las cámaras enfocando a las bancadas, pendientes de ver quién la arma más gorda para servirnos en cada telediario su ración bien braseada de secreto ibérico. Si la representación de la soberanía nacional ha decidido reconvertirse en la expresión callejera de lo que pasa en la calle, el próximo numerito pudiera ser alguna señoría que se los baja quedándose en pelotas (en pelotas pero con el riñón forrado; que la indignación solidaria tiene sus límites y no se juega con las cosas de comer). De comer. La sabiduría popular, que no se anda por las ramas, enseña que el agradecimiento, como la alegría, las más de las veces sale de la panza. La fidelidad inquebrantable a las consignas, que convierte a estos politiqueros en contestadores automáticos de su partido, puede tener su origen en esa zona anatómica tan alejada de metafísicas. Treinta años largos multiplicando por tres y hasta por cuatro un modesto sueldo de maestro son unos cuantos años. Y la ganancia, sin llegar a tanto como Bankia, tampoco es tan poca. ¡Como para no estar agradecidos! Que bien vale Madrid un candil, ya lo dijo Enrique IV de Francia y III de Navarra. No será Antonio Trevín Lombán quien lo desmienta.

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