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En tu homenaje, una palabra

5 de Julio del 2012 - José Manuel Feito

Más de una vez salí camino de Cermoño, una aldea en lo más alto del concejo de Salas, a pasar unas horas, por la amistad que nos unía, con el cura aquel, tan singular como entrañable, llamado Manuel Medio. ¡Cuántas veces lo divisé, aún desde lejos, asomado a la ventana de su casa mirador recién inaugurada! Pienso que él siempre estaba a la espera de que alguien se acercara cualquier tarde. Remonté la alta cumbre sobre la que se acostaban las casuchas de la aldea y, en efecto, pronto descubrí su gran humanidad casi llenando el hueco del amplio ventanal. Aparqué, nos saludamos y después de un intercambio de palabras nos sentamos a charlar. Pasado un rato, como la tarde invitaba a salir de casa, nos pusimos en camino por la senda que se dirige al monte. En un momento dado, y mientras él se quedó charlando con un feligrés que iba de camino, me adelanté unos metros. Estábamos en medio de uno de esos bosques silvestres que ningún guardabosque se cuidó de cultivar cortando ramas superfluas a los robles para que crecieran rectos, sembrando arboleda autóctona, limpiando la maleza, etcétera. Así nos luce el monte, con bosques selváticos donde pocas veces hay madera aprovechable. De pronto me encontré frente a un abedul. Sobre su corteza blanca descubrí una especie de ruinas. Seguramente algún enamorado machadiano –pensé– que dejó aquí extrañas «iniciales que son nombres, o cifras que son letras». Me acerqué un poco más y con no menor asombro pude leer una frase en griego que traducida decía: En el principio era la palabra). No salía de mi asombro. ¿Quién pudo haber llegado hasta aquel monte, internarse en aquel bosque y grabar tan bellamente el inicio del evangelio de San Juan en aquel árbol? ¿A quién se le habría ocurrido pensar en la palabra, ¡la palabra!, y escribirla? Porque la palabra es la vida, en ella se esconde Dios... ¡Cuánto bien se puede hacer con una palabra! «Di una sola palabra», le dijo el centurión a Jesús. Una sola palabra…, y su hijo quedó sano. De momento se me vino al corazón la soledad del cura de aldea, tan lejanamente perdido, tan injustamente condenado por su celo pastoral, al silencio, que es la noche de la palabra, tan olvidado por cúpulas y nomenclaturas de su gremio. Me sacó de tales cavilaciones mi buen amigo el cura cuando se acercó y le pregunté: ¿Quién habrá escrito aquí sobre este árbol...? No me dejó terminar. ¡Uy…! ¿A que no lo adivinas? ¿? Fue… ¡Novalín, fue Novalín! Viene cada año a pasar conmigo aquí unos días. Se interna por el bosque y… ¡mira tú en qué se entretiene! Si caminamos un poco seguramente encontraremos alguna frase más. Todos tenemos nuestras manías, ¿sabes? A él, en estas soledades le dio por ahí.

Merendamos, charlamos, criticamos –somos humanos–. Al fondo y a lo lejos el silencio rumoroso de la naturaleza, y contra el árbol la soledad sonora de la palabra escrita. Luego en aquella humilde rectoral, frente a un café y un buen tentenpié todo se volvía gracia, hasta la misma crítica contra unos y otros salpicada de tacos que el cura solía menudear en sus enfados, o la frase atinada, la anécdota mil veces repetida o el chiste clerical. Todo era gracia.

Subtítulo: A J. L. G. Novalín

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Cuando horas más tarde volvía de regreso a casa, ya de anochecida, descendiendo por la empinada y peligrosa cumbre hacia Cornellana pensaba en lo importante que es llevar la comunión, yo diría casi que el viático de la palabra, a un pobre cura perdido en el silencio, en la soledad de la montaña, mientras nosotros braceamos, nadando hasta casi anegarnos en palabras. «Palabras, palabras, palabras…», que dijo Hamlet, y que además en plural apenas dicen nada. En cambio la palabra, una sola palabra, en singular… ¡cuánto bien! Los plurales siempre han descafeinado los conceptos: gracias, amores, dineros, felicidades… Porque la Palabra, una palabra singular precisamente fue la que se hizo carne para poder habitar entre nosotros.

Hace días ingresaba en el Foro Jovellanos que con tanto éxito dirige otro gran amigo, J. M. Peláez, el profesor González Novalín, único en el modo de exponer, impar en su modo de expresarse. Tras el acto nos saludamos y le hablé de aquella tarde en la parroquia de Cermoño, con nuestro común amigo Manuel Medio. Apenas hice más que desenterrar recuerdos, temía que las palabras pudieran borrar de la corteza del alma aquel encuentro en el bosque con la Palabra. La expresión de su rostro fue una sonrisa que en él era siempre entre la admiración y la sorpresa y un ¡es posible!, ¡es posible! de asentimiento.

Hoy lamento no haber tenido a mano una cámara fotográfica para recoger en el bosque la inscripción de aquel casi perdido recuerdo que él había dejado grabado una tarde cualquiera de domingo en la blanca corteza de un añoso abedul en los bosques de Cermoño. Porque a veces, como en este caso, una palabra, sólo una palabra, vale más que mil imágenes.

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