Envidia y celos

7 de Agosto del 2012 - José Antonio Coppen Fernández

Como premisa, conviene deslindar dónde radica básicamente la diferencia entre la envidia y los celos: aquella, brota cuando deseamos o aspiramos a alcanzar un objetivo, mientras que los celos, que jamás duermen, afloran cuando queremos conservar algo, cuando se defiende. Seguramente, entre ambos sentimientos, comienza la incubación del odio. Con meridiana claridad, Shakespeare deja reflejados esos dos casos patológicos en «El moro de Venecia»: Otelo entra en celos por temor a perder a su joven Desdémona. Por su parte, el perverso Yago envidia a Otelo por su prestigio y a Casio, que lo ha nombrado su teniente, en vez de a él mismo. Pero Yago, presa de envidia, inventa una historia falsa que relaciona al joven Casio con Desdémona, provocando los destructivos celos de Otelo.

Subtítulo:De lo que aspiramos a lo que defendemos

Destacado:No sabemos lo que ocurre en otros países, pero en el nuestro exaspera que otro destaque

Las personas equilibradas no debieran sufrir del mal de la envidia, porque nadie es realmente digno de ser envidiado, aun cuando se trata de una pasión universal. A diferencia de otros sentimientos, nadie reconoce ser envidioso, no conviene revelarlo, se lleva en silencio, por constituir una declaración de inferioridad. No ocurre como con la ambición. Pero el no poder soportar el bien ajeno arrastra hacia ese estado patológico, que incluso se transforma en venganza cuando la incapacidad no permite sobresalir. Junto con la ira, es uno de los pecados capitales más destructivos. Aparte del daño que hace a los demás, lo es igualmente para quienes lo padecen. En la sociedad en que vivimos, nadie está libre de esta lacra, en cualquiera de sus estamentos, ni siquiera en el seno de la propia familia. Por pocos leales, el aguijonazo de la envidia puede proceder de las personas más insospechadas. Más nos debemos de guardar de la envidia de un amigo que de la emboscada de un enemigo.

Quienes en las distintas facetas o actividades de la vida humana alcanzan algún peldaño más en la escalera de la vida, aun siendo de bajo nivel, han de blindarse al abrigo de la prudencia y discreción, sin alardear ni ostentar, para no alimentar la envidia de quienes más cerca tienes de ti. Y, por supuesto, mantener a raya a los aduladores. Nunca conviene olvidar que quien sabe adular sabe calumniar, y es el mismo que nos dice cara a cara lo que no diría a nuestras espaldas. Cristina de Grecia sentenció que detrás de un adulador hay un traidor.

No sabemos lo que ocurre en otros países, pero en el nuestro exaspera que otro destaque. Raro es elogiar al prójimo, salvo de manera falsa e hipócrita. Agustín de Foxá, aristócrata, diplomático, escritor, recién casado con una mujer guapísima, huésped preferido de las casas de Madrid y que, por si fuera poco, su obra en verso «Baile en Capitanía» llenaba el teatro tarde y noche, cuentan que al felicitarle un amigo en el saloncillo del Español le dijo: «Mucho, ¿verdad?». «Yo ya he empezado a hacer correr el rumor de que tengo una úlcera de estómago». Y es que conocía bien la sociedad española –y, por ende, la madrileña–, sabía que en cualquier reunión, tras los «hay que reconocer» de rigor, algún avispado añadiría: «Sí, qué pena que esté tan enfermo...». Y todos, en el fondo, sentirían como un alivio.

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