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Entre herejes y abducidos

9 de Julio del 2012 - J. L. Bueno de las Heras (Oviedo)

En su última colaboración en el «Magazine» que acompaña a LNE dominical, «De Recetas, Teología y otras malinterpretaciones», Lucía Etxebarria manifiesta de una forma muy peculiar de «simpatía por el débil», que tal es el título de su página.

Creo que la autora, por buenismo sincero o de pose, voluntaria o involuntariamente, hace allí una lamentable contribución a esa tan cínica como consabida equidistancia, cuando no inversión de papeles, entre el agresor –fruto del entorno– y el agredido –sospechoso de que «algo habrá hecho» (perversión que el pensamiento único jamás osará extender a la violencia doméstica o a la agresión sexual). Este relativismo, hemiplejia, tergiversación moral o como queramos llamarlo hace años que se viene inyectando en vena desde distintas franquicias del lobby de la progresía de pata negra, lo que explica muy bien esta y otras historias.

La que aquí nos ocupa es la absolución de don Javier Krahe en el proceso judicial al que fue llevado por su audaz, a la par que sesuda y creativa, performance de «cocinado de crucifijos». Con este motivo la escritora desparrama toda su humanidad, no hacia ese cristo pringoso, chamuscado y probablemente perplejo, sino hacia el cocinero, pobre víctima ésta de una desaforada persecución mediática de la caverna fundamentalista. Y al encontrar ecos del asunto en los previsibles rebotes twitteros del tenor de «pocos tendrían redaños (y menos aún los conservarían post hoc en su sitio, me permito añadir) para aventurar una ofensa similar sobre los símbolos del Islam», la autora pasa al ataque denunciando con aparente pasmosa candidez lo impropio y desmedido de la analogía: el Islam no tiene ídolos.

Así, «los adoradores de figuritas» que se hayan podido sentir ofendidos en su sensibilidad o sentimientos religiosos por la manipulación del crucifijo en cuestión pasan de ser ofendidos a ser criminalizados como una subespecie de trogloditas idólatras y provocadores, eslabones perdidos de la evolución de la espiritualidad frente a la apacible pureza de otras religiones más sofisticadas, que recurren a simbologías más crípticas, flamígeras, veladas o depuradas que el explícito imaginario católico: cristos, vírgenes, belenes y todo ese santoral colorista que se expende en los chinos. Con ello, doña Lucía –que se reconoce muy leída en sagradas escrituras de diversa revelación y factura– trata toscamente de desviar la atención cambiando las tornas, algo así como «bien merecido lo tiene el cristo ese, por ser un anacronismo herético». Y como aval, la Biblia: ¿Qué dijo Yahvé a Moisés sobre los becerros? Si el crucifijo no es ningún Dios, sino un fetiche, un nuevo becerro, ¿a qué viene tanto aspaviento por una manipulación u otra del mismo?, ¿a quién puede molestar que se filme el cocinado de un cristo?, vamos…, ¿quién no ha cocinado un cristo alguna vez en su vida? ¡cuántos melindres por tan poca sustancia! Pobre Krahe, que me lo malquieren y acosan en su legítima libertad de expresión artística los ultras, los fascitas, los integristas y los meapilas.

Ya, doña Lucía. Ya. (Que si en internet se le ve a usted el inri, aquí se le lee el plumero).

Me pregunto si somos tontos o nos lo hacemos. O si es que tras largos años de zafiedad planetaria, en un país donde está bien visto quemar banderas y abuchear himnos, todo es discutido y discutible. Vamos a ver, aceptando que cualquier símbolo sea cuestionable y carente de significado para los ajenos: si alguien escupe sobre cualquier símbolo de otra religión o si usa como papel higiénico páginas de textos simbólicos como la Torah, la Biblia, el Corán o la Constitución de 1812, o entra en madreñes cuchaes, con los belfos rezumando bollo preñao y chiscando sidra con alcohol, en una madraza o en una mezquita a la hora de la oración, y lo hace a sabiendas de cuáles son los puntos g de cada sensibilidad, es que tiene (creo yo, pero ustedes me dirán) –simple y llanamente–, voluntad manifiesta de provocar o de ofender. Y ese alguien será responsable, haya o no delito en la fazaña, de cómo acabe luego el lance que tan gratuita, estúpida o malévolamente ha iniciado. Lo que pasa es que los agresores de salón, muy bragados ellos y ellas, saben siempre hacia dónde pueden dirigir sus audacias intelectuales y a quién se puede agredir impunemente, sobre todo en una sociedad pancista, desnortada e inexplicablemente avergonzada de sus raíces. A diferencia de lo que sucede con los (escasos) excesos de la banda de estribor, en babor siempre saben que no faltarán palmeros, coros y danzas, amén de (quiero creer) bienintencionados abogados de oficio como es, en este caso, doña Lucía Etxebarria.

Aquí lo que sucede es tan prosaico como que no tenemos ateos de pelo en pecho ni ateas con su alícuota icónica, sino anticristianos enrabiados y cansinamente morbosos. Ya aburre. Menos historias, pues, doña Lucía, sobre la condena a los excesos vengan de donde vengan. Los fundamentalistas católicos hace ya siglos que dejaron de ser un problema para la integridad de sus convecinos, y no creo que necesite usted que se le recuerde aquí hasta qué punto otras ideologías inmaduras e invasivas son tolerantes con la discrepancia, y en qué religiones y culturas –y en qué textos sedicentes sagrados de esos que usted tan eruditamente evoca– es más auténtico el candoroso suspiro final de su artículo «Dios es amor, no es odio, es paz y no litigio».

Nada, doña Lucía, que su santa patrona le cuide la vista. En acróstico, en efigie de estuco o en flamígero holograma; pero que se la cuide.

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