Los Derechos Humanos, el primer recorte del ministro Wert
Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos es el nombre de la asignatura que, en cumplimiento de la Ley Orgánica de Educación (LOE), desde 2007 se imparte en nuestros centros en el segundo ciclo de la Educación Primaria y en la Educación Secundaria. Para entender su importancia es necesario tener en cuenta el interés que la educación ciudadana había despertado en organismos internacionales, instituciones públicas, universidades, centros escolares y medios de comunicación desde los años 80, interés motivado fundamentalmente por factores de tipo social: brotes de racismo y xenofobia en algunos países europeos, aumento de las desigualdades al que no es ajeno el desmantelamiento del Estado del bienestar, la falta de interés y participación de la ciudadanía en la vida pública, el incremento de la violencia en los centros escolares…
Es en esta línea que en octubre de 2002, el Consejo de Europa, a través de la Recomendación 12/2002 de su Comité de Ministros, apoyada, entre otros, por el Gobierno de José María Aznar, pedía a los gobiernos de los estados que «hagan de la educación para la ciudadanía democrática un objetivo prioritario de la política educativa y de sus reformas». El objetivo era promover una sociedad libre, tolerante y justa, y contribuir a la defensa de los valores y los principios de libertad, pluralismo, derechos humanos y Estado de derecho. En diciembre de 2004, el Gobierno español del presidente Zapatero se sumó a la lista de patrocinadores de la resolución aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en el que se proclamó el Programa Mundial para la Educación en Derechos Humanos. Y para dar un paso más e impulsado por el Consejo de Europa, 2005 fue declarado Año Europeo de la Ciudadanía, realizándose en muchos países encuentros, seminarios y actividades en los que el tema fue la educación del ciudadano europeo. Y desde 2005, la mayoría de los países de nuestro entorno democrático europeo cuentan en sus currícula con la Educación para la Ciudadanía como asignatura obligatoria en Primaria o en Secundaria.
Los Derechos Humanos, los contemplados en la Declaración Universal de la ONU de 1948 y los que se incluyen en el capítulo de los Derechos de la Tercera Generación, constituyen lo que podemos considerar el código común que implica a todos los países que forman parte de la organización internacional, en donde su mayor o menor observancia responde a la mayor o menor excelencia de su práctica democrática. Y la propia Declaración expresa en su Preámbulo que «…se promuevan mediante la enseñanza y la educación los derechos y libertades» en ella contemplados.
En este contexto, y considerando que la educación para la ciudadanía democrática y la educación en derechos humanos están estrechamente ligadas y se refuerzan mutuamente, el legislador español dio nombre a la nueva disciplina: Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, situando así en un mismo nivel Ciudadanía y Derechos Humanos.
No me detendré aquí en los avatares que rodearon a la implantación de la asignatura que nos ocupa, ni cómo fue inmediatamente criticada y rechazada por los sectores ultraconservadores de nuestro país (lo que no ocurrió en ningún otro país europeo), empezando por la alta jerarquía eclesiástica (el arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, llegó a decir que esta asignatura «llevará hacia el totalitarismo» y que los centros que la impartieran «colaborarán con el mal»), siguiendo por la presidenta Esperanza Aguirre, quien llamó a la insumisión ante la Educación para la Ciudadanía (postura que también adoptó ante la Ley Antitabaco, además de incitar a la insumisión fiscal ante el aumento del IVA aprobado por el Gobierno socialista en 2010) o las familias que se declararon objetoras y acudieron a los tribunales (esto afectó a 114 de los 800.000 estudiantes). La cuestión se zanjó con una sentencia del Tribunal Supremo que denegaba el derecho a la objeción de conciencia. Y las aguas se calmaron.
La asignatura recobró protagonismo con la llegada del PP al Gobierno de la nación. En su primera comparecencia en el Congreso el 31 de enero, el ministro Wert comunicó la sustitución de la asignatura Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos por otra llamada Educación Cívica Constitucional. En su intervención el Ministro no sólo demostró no ser conocedor de la asignatura cuestionada (¿o acaso la malinterpretó intencionadamente?) al afirmar que no se ajustaba a las directrices y orientaciones formuladas por el Consejo de Europa o al plantear como contenido novedoso el conocimiento de nuestra Constitución y de la historia de la Unión Europea y sus instituciones, lo que ya es objeto de estudio en la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, pero no sé si más grave aún fue que, para defender la sustitución de esta asignatura por la Educación Cívica Constitucional, utilizó citas del libro «Educación para la Ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho», de Carlos Fernández Liria y otros, dando carácter de libro de texto lo que no es sino un conocido libro de ensayo, escrito además en contra de la asignatura.
Es muy significativa la sustitución Educación para la Ciudadanía, que ya implica conocimiento y asimilación de la Constitución, por Educación Cívica, pero en mi opinión lo es mucho más la desaparición de «los Derechos Humanos». En esto el ministro Wert ha sido coherente porque, con el pretexto de la crisis económica, cuando la realidad es que sólo se trata de satisfacer intereses ideológicos, el Gobierno del PP atenta claramente contra los derechos humanos, siendo sus principales víctimas los inmigrantes, no sólo retirando la tarjeta sanitaria a los irregulares, sino también con la creación del visado para buscar empleo asegurando así el retorno a su país de quienes no encuentren trabajo. Esto ha motivado múltiples quejas de diversa procedencia, de las que yo destaco las de una treintena de organizaciones religiosas (entre ellas, Cáritas, Pueblos Unidos, Justicia y Paz…) que incluso hablan de «un apartheid sanitario». La Conferencia Episcopal no se manifiesta.
Y es que el «problema» de los inmigrantes siempre estuvo en el punto de mira de los gobiernos del PP. La legislatura 1996-2000 se cerró con la aprobación de una Ley de Extranjería que tuvo sólo en contra el voto del Partido del Gobierno. Entrará en vigor en enero de 2000, pero la mayoría absoluta de los populares en las elecciones de marzo pone inmediatamente en marcha su reforma y comienza un baile de reforma de la ley, contrarreforma, reforma de la contrarreforma… En julio de 2001, siendo Rajoy ministro de Interior, se aprobó el Reglamento que desarrollaba dicha Ley; el 20 de marzo de 2003 una sentencia del Tribunal Supremo anulará 11 artículos de ese Reglamento, aquellos que quebrantaban derechos fundamentales de los inmigrantes; el 2 de abril de 2003 la OCDE recomienda que España regularice a los inmigrantes sin papeles... Eran años de bonanza, no había crisis económica, pero se argumentaba el «efecto llamada», las pateras en el Estrecho, los conflictos culturales, la proliferación de las mafias...
Un último apunte al respecto. En el artículo «España creció durante la última década gracias a los inmigrantes», publicado por LA NUEVA ESPAÑA en agosto de 2006, se decía: «El producto interior bruto (PIB) per cápita español creció 2,6 puntos porcentuales por año entre 1995 y 2005 gracias a la inmigración, según un informe sobre la economía española y contexto internacional elaborado por Caixa Catalunya. Sin la inmigración, que provocó un impulso del 3,2 por ciento anual, este indicador habría caído un 0,6 por ciento anual en estos años». Que el lector saque sus conclusiones.
Pero volvamos a José Ignacio Wert, con quien comparto la necesidad de que nuestros adolescentes adquieran una cultura constitucional, aunque me temo que no seamos coincidentes en el cómo y con qué finalidad. En una entrevista publicada por el diario «El Mundo» el 23 de abril, el ministro de Educación respondía a su entrevistador: «Yo podía haber derogado la LOE el día que llegué y hacer una ley nuestra, pero no quise hacerlo…». Es ésta una afirmación absolutamente irresponsable, fruto de un exceso de prepotencia, que podríamos considerar hasta infantil, pero la cuestión es mucho más grave porque llama a engaño, a un falseamiento de la legalidad constitucional. Esto sirvió de pretexto para hablar a los alumnos del artículo 81 de la Constitución de 1978, en donde se define qué leyes tienen la categoría de orgánicas y se regula que su «aprobación, modificación o derogación exigirá mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto». Respuesta inmediata de un alumno: «Total qué más da, si tienen mayoría absoluta». Aquí la profesora está obligada a señalar que los partidos de la oposición tienen derecho a expresar sus opiniones y sus criticas en sede parlamentaria y que éstas sean recogidas en el correspondiente «Diario de sesiones».
Es la misma prepotencia que llevó a José Ignacio Wert a convocar a una reunión a los rectores de las Universidades españolas para tratar medidas que, siendo de vital importancia para su funcionamiento y gestión, se habían dado a conocer a través de los medios de comunicación y del BOE, sin haberlas consensuado antes. Ningún rector acudió a la convocatoria. Nunca se había dado un plante de tal magnitud: 73 rectores de Universidad, es decir, todos, plantando a todo un ministro de Educación.
Desprecio por los derechos humanos, baja calidad democrática, vergonzantes favoritismos fiscales, desmantelamiento del Estado del bienestar que agrava la situación de los sectores más débiles de la sociedad, anuncio de una reforma educativa que nos devuelve al sistema vigente en el franquismo (el anterior a la Ley Villar Palasí de 1970), etc., etc. Y Barcelona y Madrid compitiendo por atraer a sus respectivos territorios el «proyecto Eurovegas», con la oposición del movimiento social de ambas ciudades, quienes a través de un comunicado conjunto han señalado que a lo largo de estos últimos meses han asistido «atónitos al vergonzante espectáculo ofrecido por los respectivos gobiernos autonómicos compitiendo en muestras de servilismo y mercadeo de los derechos sociales, laborales y ambientales». No es de extrañar que Esperanza Aguirre pida la desaparición de la Educación para la Ciudadanía o cualquier otro sucedáneo.
Cierro estas líneas con unas palabras del filósofo Fernando Savater: «Educar no sólo es preparar empleados, sino ante todo ciudadanos e incluso personas plena y conscientemente humanas, porque educar es cultivar la humanidad».
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