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Disentir en la Iglesia

21 de Julio del 2012 - José Ramón García Fernández (Oviedo)

No sé a qué viene tanto alboroto cuando los feligreses manifiestan su desacuerdo por cambiarles a un sacerdote que viene cumpliendo con su ministerio, no pidió cambio, es querido por sus feligreses y no lo ha reclamado ninguna otra comunidad.

Y no se me diga que siempre prevalecen el juicio certero y justo y los motivos pastorales, pues hay pastores oficialmente nombrados que como funcionarios son deficientes y como pastores desatienden su rebaño y más bien parecen enviados para dividirlo y espantarlo, mientras otros sacerdotes excelentes son excluidos tendenciosamente de la escala promocional.

En los nombramientos y traslados que afectan a feligreses y sacerdotes, algo tendrán que decir los afectados, que, se supone, conocen y se sienten responsables de las necesidades de la zona donde vienen ejerciendo su ministerio y actividades pastorales.

Recurrir al principio de autoridad del obispo como inapelable en las cosas no esenciales y pedir que la participación de fieles y sacerdotes se limite a la obediencia es una desmesura y contrario a la equidad y a la verdad.

Las actuales normas para elegir y nombrar a los ministros de la Iglesia católica son consecuencia de la evolución histórica y por ello no se oponen a una revisión de nuevas posibilidades de participación que ya se dieron y que hoy son acordes con los signos de los tiempos que vivimos. La participación del pueblo y del clero en la elección y aceptación de los ministros sagrados es un derecho reconocido desde los orígenes de la Iglesia.

Una práctica recogida en los textos sagrados y en la tradición ininterrumpida durante siglos en todas las iglesias. Así consta en los Hechos de los Apóstoles y en el libro de la Didajé, cuando no estaba clara la diferencia entre presbíteros y obispos.

«Elegíos», dice la Didajé, « obispos y diáconos dignos del Señor, hombres de gran generosidad y sin avaricia, llenos de amor a la verdad y probados en todo, que desempeñen para vosotros el ministerio de los profetas y maestros».

«Ordénese obispo a un hombre intachable en todos los aspectos y elegido por todo el pueblo» («Traditio apostolica» de San Hipólito).

«Que se ordene como obispo a aquél que ha sido elegido por todo el pueblo con el consentimiento de todos y que los obispos le impongan las manos» (San Cipriano).

«Que no se ordene a nadie obispo contra el parecer de los cristianos y sin que lo hayan pedido expresamente. Quien debe presidir a todos debe ser elegido por todos» (León I).

«Sin la elección del clero y sin el asentimiento del pueblo no se debe consagrar un obispo» (Juan X).

«Que nadie sea promovido al gobierno eclesiástico sin ser elegido por el clero y por el pueblo» (primer canon del Concilio de Reims, presidido y aprobado por León IX).

El sínodo de Roma, celebrado en 1080 y aprobado por Gregorio VII, ratifica que el modo canónico para la elección de los obispos es la participación del pueblo.

San Cipriano consideraba que la participación del pueblo y del clero en la elección y designación de los obispos y la imposición de manos de otros obispos al candidato era de derecho divino.

En pleno siglo XXI no se puede entender que clérigos y fieles estén marginados y considerados como menores de edad en cuestiones que los afectan directamente, como es la elección y designación o el cambio de personas que van a estar al frente de su patrimonio espiritual y material, sin olvidar que la parroquia son ellos. En este sentido, no son los feligreses los que deben hacerse al párroco y a los sacerdotes, sino al revés; como tampoco es la diócesis quien tiene que hacerse al obispo, sino éste a la diócesis.

Es lastimoso observar la progresiva atonía diocesana, con una sucesión de obispos transeúntes muy preocupados en acentuar un absolutismo jerárquico, cada vez más recapitulador y excluyente, que se hacen creer que son la luz del mundo y que fuera de ellos todo son tinieblas y obscuridades, rodeados de una corte de ventrílocuos dispuestos a elevar a categoría cuasi dogmática lo que son verdades relativas y coyunturales.

El obispo no está por encima del clero y de los fieles diocesanos, sino a su lado, conservando la unidad en las cosas esenciales, respetando las divergencias en las cosas no esenciales y todos siendo respetuosos y caritativos en todas las circunstancias.

El obispo, igual que enseña, también debe aprender.

Y esto no lo digo yo, lo dijo San Cipriano, obispo de Cartago.

El pueblo cristiano no es una masa, si nada se debe hacer sin el obispo, tampoco el obispo debe hacer nada sin el pueblo cristiano y el clero.

José Ramón García Fernández

Ex capellán del Hospital Central (HUCA), Oviedo

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