Para tirar cohetes
Piloña, domingo, ocho y treinta de la mañana. Las detonaciones recorren con su estruendo, cada pocos minutos, una niebla encajonada en el fondo de los valles. El eco deformado alcanza a todos los rincones del concejo, supongo. De eso se trata; son las fiestas de alguna parroquia –ignoro cuál– y la costumbre manda y consiente que esos avisos sonoros se eleven como estandarte de enganche y todos sepan que allí hay fiesta.
A esas horas lo normal es que no todos tengan interés en su celebración, sospecho que los hay que prefieren descansar; la semana apenas les deja opciones para remolonear en la cama. El turismo, el poco que aún llega, suele buscar estos parajes entre otras cosas por la propuesta de sosiego y, los hay, definitivamente, que la noche la gastaron en otras fiestas y su maltrecho cuerpo les pide resaca.
Pero estamos en España, nada importa el prójimo. Amparados en una larga noche de alcohol y en supuestas tradiciones una caterva de borrachuzos lanza al cielo cada poco cohetes cuyas detonaciones les provocan una sonrisa mellada y ciertas expresiones que algunos creíamos confinadas a los álbumes en blanco y negro.
Sé que mi queja nada va a cambiar, pero expresarlo me desahoga. Ante estos comportamientos de mis conciudadanos me pregunto si aún no nos ha caído encima todo lo que nos merecemos.
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