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Cagarla en tiempos revueltos

29 de Julio del 2012 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Están viniendo malos tiempos. Y lo que para un organismo hecho y derecho podría ser una de tantas crisis de salud con efectos colaterales benéficos (por ejemplo, bajada de grasa y renovada ilusión por la vida), cuando el paciente anda a sabiendas desvertebrado y con varios tumores cursando de por libre –como pasa con esta rareza aún llamada España– una crisis económica sistémica puede ser un tiro de gracia, o de desgracia (a decir de los partidarios de la muerte digna) si es que toca sobrevivir como babosas. Vamos, que lo que en términos de memoria histórica podrá estudiarse algún día como un mal paso más en el devenir de un país fronterizo entre la Reforma y la Yihad, en los cortos términos de nuestras vidas y haciendas –que es lo que nos ocupa y preocupa al común de los mortales–, puede resultar una tragedia total e irreversible, difícilmente asumible sin sublevarse antes o después de desesperarse.

Bien es probable que lo que está sucediendo en estos últimos meses no sea más que el anunciado empeoramiento, previo a la estabilización y a la recuperación, que todo inexperimentado tratamiento de choque produce (siempre preferible a la engañosa mejoría que antecede a la muerte anunciada). Pero algo está fallando muy seriamente cuando la clase gobernante parece desbordada (ojalá sólo lo parezca) por unos síntomas descorazonadores en los que, como buenos economistas, ni siquiera a posteriori aciertan a correlacionar estímulos con respuestas ni causas con efectos. Y que, como jueces prevaricadores o galenos perversos, dicen verse obligados a dictar unas resoluciones o a aplicar unos tratamientos que no es que no les plazcan, sino que ayer mismo demonizaban como contrarios a la ciencia misma, a sus convicciones deontológicas y a sus criterios clínicos. Horrible. A la desazonadora percepción de que el puente de mando ha sido barrido por una ola de pánico a las primeras andanadas de la batalla se añaden otras tres circunstancias que contribuyen a que esa onda de desconcierto y terror pueda extenderse de forma irracional, generalizada y destructiva: un contexto internacional de codiciosos mercaderes, sin el asomo de la talla intelectual, ética y política que quizás atribuimos sobredimensionada e ingenuamente a los padres fundadores y a sus herederos gestores de una Unión Europea que ni está ni parece que se la espere. Se añaden a esto unas clases dominantes donde los mayores corruptos y los grandes culpables del deterioro financiero, institucional y convivencial (que, por anular las defensas ha resultado ser el más maligno), se atreven, con desvergüenza insultante, no sólo a escaquearse en sus responsabilidades criminales, sino a pontificar lecciones éticas y políticas unos y a amenazar otros con guiños a la violencia y a un lenguaje golpista y antidemocrático, que afortunadamente resultaría intolerable para nuestra educada sensibilidad si surgiera desde la heráldica de la parda, de la negra o de la mahón, pero que goza de desestabilizadora bula de presencia y empatía –por enloquecida audacia propia y enfermizos complejos ajenos–, cuando surge desde los clubes, franquicias y eficientes instrumentales marginalidades de la roja.

Y, last but not least, los borregos hijos de la madre del cordero, una ciudadanía desde las élites a los currantes de toda condición, que, como poco, hemos fallado inexcusablemente durante años en conciencia cívica e histórica, disciplina, buen hacer y productividad, mal acostumbrados (por genética asistida por artero y anestésico adoctrinamiento) a todos los derechos de los hijos de los dioses, aunque a casi ninguno de los deberes, servidumbres y responsabilidades que conlleva tal estatus. Entre ellos, el de saber generar, elegir y controlar idearios y líderes, y no sólo volcar estérilmente nuestra santa ira en las encuestas.

Entre 1808 y los celebrados logros del Bicentenario que ahora conmemoramos parece ser que el pueblo llano español, a diferencia de las aristocracias del momento, se comportó heroicamente para, al final, conseguir un precioso desastre que nos hundió, aún más, durante décadas. Dios quiera que, con algo menos de vísceras y navajas gorrineras, y con algo más de potitos, neuronas y fortuna, salgamos de ésta limpiando el país, en lugar de enmerdándolo aún más, y para los restos.

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