No fue un sueño
Anoche tuve un sueño. Soñé que por fin había vuelto el sentido común a los políticos que nos gobiernan y a los que no. Que de una vez por todas se habían dado cuenta de que carecía de sentido seguir mintiéndonos desde que amanece hasta que se pone el sol, y que hasta habían terminado por utilizar un lenguaje sencillo y claro, enterrando así la fea costumbre de prostituir el significado de las bellas palabras que contiene nuestra lengua, llegando casi a que termináramos odiando a nuestras nunca bien queridas primas. Soñé que la maldita crisis había llegado a su fin porque el capitalismo salvaje había sido derrotado, dejando paso al tradicional capitalismo civilizado, al capitalismo que contribuyó a que en Europa se instaurasen unos estados basados en el bienestar de sus ciudadanos, cuyas bases fueron sabiamente forjadas por estadistas de la talla de Adenauer, De Gaulle o Churchill.
Por soñar, soñé que los sujetos responsables de la construcción de aeropuertos sin aviones, los especuladores inmobiliarios, sus correligionarios financieros, los dirigentes corruptos de las extintas cajas de ahorros, los saqueadores de no pocas arcas públicas y así toda una maraña de personajillos y vividores sin escrúpulos que intentaban demoler sin la menor contemplación los mismísimos cimientos de la estructura social que tanta sangre, sudor y lágrimas costó a nuestras generaciones precedentes dedicaban ahora su tiempo a construir con sus manos una espectacular y faraónica prisión ataviados con sus correspondientes trajes a rayas, para que una vez concluida la obra pasasen a ser sus huéspedes de manera indefinida.
Soñé que se nos pedían disculpas a la ciudadanía por querer hacernos creer que la crisis la había provocado la costosa educación de nuestros hijos, la sanidad de los inmigrantes a los que antes habían abierto las puertas sin orden ni concierto y también a las elevadas pensiones de nuestros abuelos. En ese sueño también se habían hallado soluciones para que todos los pueblos y nacionalidades españolas pudieran finalmente mirarse a los ojos mediante una federación de intereses comunes y solidarios, y poder convivir pacífica y lealmente.
En lo más profundo de ese sueño había cabida para devolver la autoestima a los ciudadanos de un país a los que se les hacía sentir como seres inferiores frente a los supuestamente eficaces, trabajadores y buena gente que eran los habitantes de otros estados vecinos nuestros, demostrando que no sólo éramos capaces de emularlos, sino que disponíamos de las generaciones más ampliamente preparadas para adelantarles por la diestra o por la siniestra, sin mayores esfuerzos, y que, ahora, de vuelta a casa, sin necesidad de desplazarse a miles de kilómetros de su domicilio para poder optar a un simple trabajo, desarrollaban sus conocimientos al servicio del país que, entre otras cosas, les había pagado generosamente su formación, y que, además, todos cuantos vivíamos en este bonito país ya no teníamos que pedir permiso a Bruselas para comprarnos unos zapatos, ni a Berlín para ver cuántos días de vacaciones tenían a bien concedernos.
Por supuesto, en ese sueño no se vislumbraba que viviéramos al margen del mundo mundial, sino que estábamos ensamblados plenamente en un sistema económicamente sostenible en el que los márgenes empresariales hacían posible que los inversores obtuvieran beneficios razonables sin que tuvieran que hacerse asquerosamente ricos, y los trabajadores lograban unos salarios suficientes para sacar dignamente adelante a sus familias. Claro está que dentro de esta recreación onírica también había pasajes algo menos ideales para una pequeña porción de ciudadanos, que ahora trataban de pasar desapercibidos queriendo integrarse dentro de una sociedad mucho más justa que la precedente, aunque, a decir verdad, no lo estaban consiguiendo fácilmente. Pero es que esa pequeña porción de ciudadanos estaba completamente desarraigada porque habían dedicado sus esfuerzos, no ha mucho, a ser los cómplices útiles de quienes habían urdido todo tipo de maquiavélicas estrategias en sus oscuros despachos, de quienes cualquier día por la mañana decidían cuántos millones de euros querían para ser más ricos, aunque ello supusiera subir arbitrariamente los tipos de interés sin reparar que países enteros se arruinaran un poco más, o que exigieran dejar sin paga a los funcionarios, sin becas a los estudiantes, sin sanidad a los pobres o sin techo a millares de familias.
Verdaderamente, ese pequeño puñado de ciudadanos no tenían cabida siquiera dentro de ese sueño, mientras que de sus encorsetados y circunspectos jefes se había perdido todo rastro posible, cual si hubiesen cambiado de planeta.
Cuando las implacables manecillas del despertador coincidieron proporcionalmente en las 07.30 horas, un tremendo escalofrío me fue devolviendo a la cruda realidad de cualquier día. Creí por unos instantes que la ducha iba a resultar como el bálsamo apropiado para que mi cuerpo y, sobre todo, mi cabeza me hicieran volver a poner los pies en el suelo, pero confieso que no lo conseguí. Porque por más que intenté disuadirme a mí mismo de que todo había sido un sueño, me percaté de que no había existido ningún episodio de utopía ni pesadilla alguna en cuanto había soñado. Porque aunque todo lo relatado había sucedido mientras dormía, supe que no se trataba de ninguna quimera irrealizable. Porque la única diferencia entre el consciente y el subconsciente, por lo menos en esta ocasión, sólo era la fina línea que separa lo razonable de lo salvaje, lo coherente del sinsentido y lo ético de lo irracional.
Martín Montes Peón
Oviedo
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