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Una democracia sostenible

18 de Diciembre del 2012 - José María Pérez Rodríguez

Empieza a manifestarse ya como un verdadero «clamor» entre la sociedad española inmensamente mayoritaria la evidencia de un fracaso en toda regla de la estructura institucional del Estado como instrumento eficaz para el ejercicio de los derechos y libertades del pueblo y como elemento de representación y marco organizador y dinamizador del bienestar del mismo. Y dejo aparte los movimientos antisistema de variado signo y denominación, por estar en su mayoría agitados y subvencionados convenientemente por las fuerzas «progresistas» y de ultraizquierda, aunque también los haya sinceros y justificados.

Nadie discute ya que es alarmante la situación crítica de la economía española que, a falta de dos meses para finalizar 2012, presenta prácticamente un «encefalograma plano», pese a los esfuerzos que desde el Gobierno se hacen –no siempre atinados– para superar la situación, condicionada por los mandamases europeos. Algunos países de nuestro entorno han comenzado una nueva etapa de crecimiento económico y la crisis, lentamente, la van dejando atrás. Sin embargo, nuestra capacidad para generar riqueza y reaccionar ante el hundimiento de sectores generadores de empleo parecen haberse estancado, por muchos y certeros que sean los análisis, diagnósticos y líneas de actuación que los expertos proponen para salir del túnel.

Que la clase política española en su conjunto, e incluso la sociedad civil, no se dé, o no quiera darse, cuenta de la deriva institucional en que nos encontramos es gravemente peligroso. Y es hora ya de que ambas hagan una severa autocrítica y constaten un hecho incuestionable, si no quieren que colapse el «modelo» y tengamos que enfrentarnos, además de a la crisis económica, a otra política de incalculables consecuencias: el resultado del desarrollo constitucional de los últimos treinta y cuatro años ha derivado en un sistema hipertrofiado insostenible, por cuanto que la configuración del «Estado de las autonomías» y su delirio burocrático constituyen un escándalo de ineficacia y despilfarro. La «evolución» de la organización autonómica ha sido perversa en el amplio sentido de la palabra. Su obsesión ha consistido en «clonar» todos los servicios del Estado, duplicando y triplicando cargos y funciones para mejor disfrute de la clase política, multiplicando la burocracia y consiguiendo, con ello, el efecto contrario al que justificó su origen que, al decir de algunos prestigiosos constitucionalistas, ha quebrado, provocando su crisis el regateo de competencias y el poder insolidario de los partidos nacionalistas, convirtiendo el «Estado de las autonomías» en el «Estado de las anomalías...».

Se impone, pues, por razón de Estado, y con carácter urgente, la adopción de medidas necesarias para la reforma del sistema de un doble aspecto: el del fortalecimiento del Estado y la reconversión y reconducción de las autonomías, y ello sin necesidad de modificar la Constitución sino, simplemente, de aplicarla, al margen de dogmatismos sectarios y de concesiones interesadas en apoyo de la propia permanencia en el poder, desde la incoherencia y/o la debilidad.

El necesario fortalecimiento del Estado ha de empezar por que se garantice la eficacia, unidad e independencia de sus poderes, ejercitando con carácter de igualdad para todas las personas y todos los territorios de la nación, las competencias exclusivas que le corresponden. Competencias mínimas, pero a las que no puede renunciar, ni delegar ni compartir, ni en su formulación legal ni en su ejecución. Si la unidad irrevocable e indivisible de España, es el fundamento del Estado y de la propia Constitución, y la misma establece que los ciudadanos, las instituciones, las CC AA, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones, etcétera, están sometidos y han de actuar dentro del marco constitucional, es claro que toda actitud sectaria, soberanista o independentista, con o sin violencia, no cabe en el Estado de derecho y debe ser declarada ilegal. Y si el Estado debe tener y tiene unas mínimas pero «exclusivas» competencias, éstas deben definirse y recuperarse en el caso de haber sido transferidas en cualquier grado o nivel (legislativo, ejecutivo, compartido...). Para ello, deben ser definidas o redefinidas estatutariamente, con carácter general y de forma inequívoca. No tiene sentido ni parece lógico que las comunidades autónomas tengan su propio estatuto y el Estado no tenga el suyo.

Un estatuto del Estado que concrete y desarrolle los artículos 148, 149 y 150 de la Constitución, que mediante una ley orgánica de ámbito nacional, de obligatoria aplicación, con expresa derogación de todas las leyes y disposiciones que contradigan su contenido, y que deje al margen de toda posible negociación las funciones o competencias exclusivas del Estado, no implicaría ir en contra de ninguna comunidad o territorio ni de sus propias competencias, sino de la perspectiva de España en su conjunto, cuya plena consolidación y fortalecimiento debe interesar por igual a todos y cuya prevalencia constitucional es evidente.

Se reformarían o modificarían a su amparo leyes básicas, como la General de Régimen Electoral, la del Poder Judicial, o la del Tribunal Constitucional, en la línea de lo que proyecta hacerse con la nueva LOMCE o la normativa sobre financiación de las CC AA, entre otras varias de imprescindible reforma (regulación propia del siglo XXI de los derechos de huelga y manifestación, o supresión de la «babel» del Senado, por ejemplo) que, se insiste, no se plantearía en contra del Estado de las autonomías, sino a favor de su pleno desarrollo sostenible, en el amplio contexto de sus autogobiernos, compatibles con el funcionamiento normal del Estado democrático y de derecho del que forman parte.

El fortalecimiento del Estado y su regeneración competencial es el fundamento de la necesaria reconversión y reconducción del funcionamiento de las comunidades autónomas, que ha de ser global y simultánea para todas las administraciones públicas. Definidas las competencias exclusivas del Estado y blindadas definitivamente, procede hacer lo mismo, aplicando los principios de subsidiariedad y eficiencia, con aquéllas, siendo conveniente, quizás, dictar un estatuto general de las comunidades autónomas, algo así como un modelo constitucional de estatuto autonómico.

El actual Estado autonómico ni es el diseñado en la Constitución ni es el que quiere la ciudadanía, sino que con su actual nivel competencial y la deriva claramente secesionista en algunos casos, es un invento de nuestra «clase política», empeñada en llevar a cabo una centrifugación del Estado y un gasto insoportable, que la sociedad ni demanda ni quiere, con el evidente riesgo de preferir prescindir del mismo antes que ver cómo se resquebraja, día a día, el Estado del bienestar, porque la crisis económica no lo resiste. Hacen falta decisión, coraje y voluntad política para fortalecer el Estado y, por ende, la convivencia nacional.

José María Pérez Rodríguez, abogado

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