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Secundino González Álvarez, párroco de Latores

21 de Noviembre del 2012 - Javier Gómez Cuesta

La educación en una disciplina rígida y minimalista, como fue la de muchos internados de colegios y seminarios de los años cincuenta, marcó a algunos en la exigencia de someterse siempre y someter a los demás al cumplimiento de las leyes y normas establecidas sin excepción alguna. Y encima, con el marchamo de que en ellas y en los que las imponían hay que ver siempre la voluntad de Dios. Costaba mucho, ya entonces, entender y aceptar este presupuesto, sobre todo viendo a Jesús en el evangelio echando a pique tanta legislación. La razón convincente que se esgrimía era que el superior nunca se equivoca. Luego, en la vida pastoral, donde te encuentras con tantas situaciones difíciles de encajar en los reglamentos, será para ellos un problema de conciencia. En ese dilema se encontró muchas veces Secundino, de carácter tímido e introvertido pero al que, cuando lo vencías con la confianza, rezumaba bondad y amabilidad. Con humilde fidelidad quiso servir a la Iglesia haciendo bien lo que tenía que hacer.

Antetítulo: Necrológica

Subtítulo: El cumplimiento fiel y riguroso del deber

Destacado: En su solitaria casa rectoral, expuesto a recibir sustos de ladronzuelos, pasaba la mayora parte del tiempo libre que le dejaba su ministerio dedicado a la lectura, -era un a persona culta- llevando una vida austera y recogida

Nos conocimos en tierras tinetenses. Aquel año posconciliar 1966, con Tarancón en plena renovación pastoral de la diócesis, fue enviada una leva joven, de cinco recién ordenados en el mes de junio, al occidente interior asturiano, a parroquias de Tineo y Narcea: Lisardo Avelino, Celso Federico, Secundino... a la que sumaron el que esto escribe. Recuerdo que había programada y poco precisada para aquella zona una misión popular cuya delegación ostentaba D. Rafael Somoano, que daría la congregación de San Vicente Paúl, ellas y ellos. A Secundino le correspondió en suerte Santullano de Ponte, San Martín de Semproniana y Relamiego. Las comunicaciones no eran fáciles ni buenas. El ardor y celo juvenil nos empujaba a estar lo más presentes en aquellas parroquias repartidas en pequeños poblados ricos en ganadería en aquella fértil orografía. Había que motorizarse. El clima frío y lluvioso no permitía muchas alegrías en sólo dos ruedas. Estamos en plena época del «Seiscientos»; era difícil conseguirlos por la demanda que tenían. Todos pujaban por viajar en utilitario propio. Secundino tuvo suerte, en seguida pudo hacerse con uno de segunda mano. Los demás, cansados de esperar la oportunidad, después de meses, tuvimos que optar por el 2 CV, para el que no había cola de espera. Era más caro.

Nacido en Piñera de Lena, en la loma norte del Pajares, abundante en vocaciones religiosas, sobre todo dominicanas, fue un seminarista observante y cumplidor que nunca quiso llamar a la atención. Ya de sacerdote, en su pastoral fue muy ordenado. Era un hombre de agenda y preparaba todo con suficiente antelación. En seguida quiso poner en marcha obras de reparación en aquellas iglesias monumentales que eran testigos de una antigua evangelización cuyo centro fueron los monasterios de Obona y Corias y que había engendrado ritos y tradiciones ancestrales que nos llamaban la atención y que solíamos comentar cuando nos encontrábamos. Allí estuvo cuatro años.

Lo destinaron luego a parroquias de Villaviciosa, Santa Eugenia, Rales y San Martín del Vallés. Fue corto el tiempo que estuvo allí, poco más un año. Nunca gastó mucha salud. En verano buscaba el clima seco y el sol de León para reponer su sistema respiratorio. Eso lo empujó a suplicar un lugar cercano a la atención sanitaria para estar más tranquilo.

Latores fue ideal, juntamente con Ferreros y Pereda. Desde julio de 1972, fueron más de cuarenta años en estas parroquias cercanas a Oviedo las que guardaron su esencia rural. Llevó una vida casi de eremita. Bajaba a la ciudad cuando era necesario. En su solitaria casa rectoral, expuesto a recibir sustos de ladronzuelos, pasaba la mayora parte del tiempo libre que le dejaba su ministerio dedicado a la lectura –era un a persona culta– llevando una vida austera y recogida. Eso sí, siempre dispuesto a atender a las personas y a cumplir con sus deberes pastorales. No era de tertulias, reuniones y pasatiempos. Temprano, por la mañana, celebraba la misa a las religiosas esclavas que regentan la Casa de Ejercicios. La muerte repentina, con setenta y un años, lo sorprendió en esa soledad de vida oculta del cura rural, el pasado 5 de noviembre. Como San José en la carpintería, trabajó sin meter ruido cuidando con entrega a sus comunidades encomendadas. Forma parte de esa amplia cofradía de «los pobres de espíritu» a quienes el Señor, con admiración, llama dichosos.

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