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Ese sitio es el Colegio de San Juan de Beleño

17 de Diciembre del 2012 - Carlos López Fernández

Últimamente, las alegrías del profesorado universitario son un bien cada vez más escaso. De vez en cuando, quizá con la periodicidad imprescindible, se produce algún acontecimiento que aporta la energía e ilusión necesarias para continuar en una profesión tan poco reconocida como vocacional.

Al que suscribe, precisamente, le ocurrió hace pocos días uno de esos momentos que dejan huella, en los que el tiempo no transcurrió tan indiferente como acostumbra a hacerlo dentro una Facultad, a menudo demasiado alejada de su entorno más próximo.

Había amanecido un día de esos irrepetibles con que Asturias nos engancha, en los que se combinan sol y frío otoñal, de esos que traen recuerdos de infancia con olor a cocina de leña y a castañas asadas. Dejando Oviedo atrás, la carretera desde Cangas de Onís en dirección a Amieva se convierte en todo un regalo, únicamente superado por lo que aguarda unos kilómetros más adelante.

Al bajarse del coche, el tiempo se detiene. No hay más de cinco grados, casi los mismos que en el interior de la Fonda, donde un tranquilo café –que sabe a café– te devuelve el tiempo que en la capital han perdido hace tiempo.

Con el café que sabe a café aún en la mente llega la hora de comenzar la charla prometida. La mirada de un niño al todo-terreno con el escudo universitario nos causa cierta inquietud. Sus ojos derrochan una ilusión y alegría que nos retrotrae a una infancia hace tiempo olvidada. Varios niños, que juegan en un patio al balón como toda la vida, nos miran también intrigados tras la verja, mientras una gallina degusta caracoles indiferente a nuestra presencia. Los nervios van en aumento.

Nos reciben dos maestras (suena bien la palabra maestra) con una sonrisa borrada desde hace tiempo en los docentes de ciudad. Nos guían hacia una clase (ahora llamada aula) con suelo de madera, techo alto, un montón de juegos y las sillas del mi niñez, que creía olvidadas. Al fondo, una absurda pizarra digital recuerda lo innecesario de algún asesor de la Consejería de turno. Menos mal que la mirada a través del cristal de las viejas ventanas de madera le devuelve a uno la magia y el tiempo. Imponente, asoma un Tiatordos nevado, con su manto ocre de hayas de color otoño, que nada tiene que envidiar al Everest.

Frente a la pantalla de proyección aparecen amenazadoras doce sillas pequeñitas (como la mente de ese asesor de Educación) alineadas en dos filas. Su reducido tamaño hace presagiar un público difícil al hastiado profesor universitario, acostumbrado ya a la indiferencia, aburrimiento y pasotismo de su alumnado de cada día. De repente, irrumpen en la clase (que no aula) un montón de miradas de alegría y alborozo (las mismas que recuerdo de mi ya difunto colegio Ludus). Con edades entre 3 y 10 años, doce niños ocupan desordenadamente sus asientos dispuestos a disparar una canguesa descarga de preguntas al desbordado conferenciante. Rendido, al segundo minuto de charla geológica sobre terremotos, no le queda más remedio que sentarse en aquel veterano suelo de madera y darse cuenta de que ellos son los que tienen que contarle cosas a él. Sin duda, los mejores sesenta minutos de una vida docente iniciada ya hace más de una década. Sesenta que parecieron segundos, suficientes –eso sí– para darse cuenta de que hay una Asturias real.

Todo ello en un lugar extraordinario, donde sobran las pizarras digitales, donde no hay prima de riesgo, donde un niño conserva alegre la mirada, donde permanece la esencia de lo auténtico. Ese sitio es el Colegio de San Juan de Beleño.

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