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La regeneración política existe, sólo hay que aplicarla

22 de Diciembre del 2012 - Cristina Cartes

Todo empezó cuando, preparando un examen, cayó en mis manos un libro de geopolítica escrito por el embajador de Francia en Varsovia, Pierre Buhler. Después pasé a uno de Kissinger y entonces me pregunté: ¿qué políticos españoles han escrito libros dignos de ser estudiados en centros universitarios? ¿Qué formación han recibido nuestros políticos? ¿Sobre qué disciplinas pueden escribir más allá de las memorias de Aznar o Bono?

La detención de Díaz Ferrán es la gota que colma el vaso. En España no parece haber nadie que ocupe un puesto de responsabilidad –en la mayoría de los casos, a través del trampolín político– y no se aproveche de su posición para lucrarse. Y cuando digo lucrarse no me refiero a pagar las facturas del taxi o del hotel de lujo a cuenta del organismo correspondiente, sino a evadir dinero a paraísos fiscales o a guardar un millón de euros –recaudados de manera ilícita e ilegal– en la caja fuerte o debajo de un colchón en su domicilio. ¿Cuál es el verdadero problema de la política en España? ¿De dónde viene su pésimo prestigio? ¿Por qué desconfiamos de todo aquel que dice dedicarse «a la política»?

Estudio en un centro del que saldrán futuros políticos, dirigentes y personas que serán responsables de la toma de decisiones en su país. No hay más que echar un vistazo a algunos nombres de la extensa lista de alumnos que han pasado por el Colegio de Europa:

Louise Fréchette, vicesecretaria general de las Naciones Unidas

Ursula Plassnik, ministra de Relaciones Exteriores de Austria

Alexander Stubb, ministro finlandés de Asuntos Exteriores

Manuel Marín, ex vicepresidente de la Comisión Europea y ex presidente del Congreso de los Diputados

Helle Thorning-Schmidt, primera ministra de Dinamarca

Muchos de los estudiantes del norte de África encontrarán un puesto de trabajo en sus respectivos gobiernos. Ya lo saben y cuentan con ello pero, sobre todo, es su mayor deseo, no para conseguir «privilegios» sino para transmitir lo que aquí están aprendiendo. En otras palabras quieren ser útiles para su país. El mismo argumento es válido para muchos alumnos del norte y este de Europa. Un alemán me lo confirmaba el mediodía. «Si a mí el año que viene me ofrecen un trabajo en política en Alemania, digo que sí. Por supuesto que digo que sí».

Sin embargo, ningún español está interesado en la política nacional (no así en la europea). La idea generalizada es que es un campo dirigido por ignorantes y sembrado de corrupción, amiguismos, caciquismos y clientelismos. De ahí que la actual ministra de Trabajo no haya trabajado jamás, que hayamos tenido ministros sin Bachillerato o que nuestros presidentes de Gobierno sean incapaces de entender o comunicarse en otro idioma distinto del español. Y la consecuencia de todo esto es desoladora: muchos jóvenes españoles, excelentemente formados, podrían afiliarse a partidos, animar el debate político, regenerar la clase política y, en definitiva, o ser útiles en el proceso decisorio del país, pero ni a ellos les interesa la empresa ni a los partidos políticos parece importarles su apatía; al fin y al cabo, el reemplazo generacional está asegurado con sus cachorros, hijos de padres con pedigrí político.

¿Qué pasa en la política española?

Un egipcio me decía hoy: «Cuanto más al norte de Europa vas, menos corrupción política encuentras; creo que es un problema cultural y de mentalidad». Una jordana afirmaba: «El sistema está formado por personas». Es decir, no es que el sistema esté corrompido, es que las personas que lo forman lo están.

Yo, en medio de la nieve y a varios grados bajo cero, intento reflexionar: ¿el hecho de nacer en los países del sur de Europa te convierte en un pícaro?, ¿es una mera casualidad la constatada realidad de que la corrupción campa a sus anchas en España, Italia o Grecia?

Tras el fracaso español se esconden la falta de formación, de educación y de escrúpulos, de profesionalismo; enchufes, familiocracia (cuenten el número de hijos de entre las filas de los diputados, alcaldes y cargos públicos) y, sobre todo, el flagrante olvido de la vocación de la política como actividad consagrada al beneficio público. La política en la democracia debe perseguir el bien común, pero en España no sirve al pueblo, sino que lo utiliza para alcanzar los intereses y objetivos de las personas envueltas en las estructuras de poder.

Pero dejemos de indignarnos. Del mismo modo que para conceder un puesto de trabajo se escoge el mejor currículum de los candidatos, exijamos que exista un criterio de selección también en los partidos políticos. Ya está bien de que los casos de corrupción en la política española únicamente encuentren en nosotros comentarios de desprecio. A nada conduce intentar arreglar el mundo, cerveza en mano, en los bares, al atardecer. La regeneración democrática existe, sólo hay que defenderla.

¿No es grave que ningún español, de entre los 11 que hay en este campus, quiera dedicarse a la política siendo ésta una buena puerta de entrada? ¿No es preocupante que hayamos perdido la esperanza en la política? ¿No es descorazonador presuponer que todos los políticos españoles son unos ladrones? Porque la consecuencia que el actual sistema puede desencadenar no es sólo que sintamos vergüenza de nuestros representantes, que la clase media desaparezca o que los pobres sean cada vez más pobres mientras una gran lista de políticos desprovistos de moral se pasean día tras día por las comisarías; la consecuencia puede ser aún peor, si cabe: que los ciudadanos pierdan la confianza en las instituciones. En ese momento –muchos países de América Latina son un ejemplo–, el Estado se estará hundiendo. Y sacarlo de nuevo a flote será entonces casi imposible.

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