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No hay nada más real que la esperanza

1 de Enero del 2013 - José Antonio Noval Cueto

Puede sorprender que a pesar de la realidad agobiante que nos rodea, donde el paro ya casi alcanza 5 millones de personas, y atacando especialmente a los más desfavorecidos o a los más inseguros como nuestros jóvenes, a esas personas que necesitan afirmar su personalidad y la confianza en sí mismos, uno haga suyas las palabras de un personaje del «music hall» que dice «que no hay nada más real que la esperanza» y que es precisamente ésta, la que nos mantiene en pie, la que nos estimula a pesar de las muchas dificultades y frustraciones que nos rodean…

La palabra «esperanza» es de esos términos que tienen valoración positiva por su contenido, incluso se da la paradoja –ahora que tanto miramos a Cataluña– que se escribe igual en catalán que en castellano. La RAE define la «esperanza como estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos. En esta España nuestra, donde siempre nos topamos con la Iglesia, aunque alguno no lo quiera reconocer –recuerdo que la catedral de Oviedo empezó a construirse hacia 1382–, todos sabemos o casi todos que la Esperanza es una de las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) y que responde a ese anhelo de felicidad que Dios ha puesto en cada uno de nosotros. Son muchas las localidades o accidentes geográficos que llevan el nombre de «Esperanza», así recordemos el proceloso Cabo de Buena Esperanza, una estación del metro de Madrid, o ciudades hispanoamericanas que han tomado esa nominación, así tenemos la localidad de Esperanza tanto con Sonora como en Puebla (México), ya en Argentina (provincia de Santa Fe) y en España, en Santa Cruz de Tenerife entre muchas otras. Además, abundan las mujeres que se llaman Esperanza…

La realidad de esa esperanza que provoca estas líneas la palpo cada día al oír al lotero vocear sus números: «¡Vendo el gordo para Navidad! ¡El que quita la hipoteca!», o al observar la perfección de las «estatuas vivientes» que transformadas en «buey, cabra, soldado» invaden nuestras calles en busca de un donativo o limosna que premie su originalidad y esfuerzo, o cuando los payasos y malabaristas nos abordan en los semáforos de nuestras ciudades con sus juegos de bolos, bolas y después, satisfechos de su actuación, sonrientes, se quitan su gorra y piden su premio –¡qué maneras más originales de ganarse la vida!, con razón dicen los expertos que el ser humano sólo utiliza el 10% de su capacidad mental– o cuando los jóvenes enamorados se prometen amor, o cuando los padres de familia madrugan, se desloman, soportan mil penalidades con alguna que otra vejación y tienen en su cerebro la fotografía de su familia que les estimula a continuar, o cuando pueblos enteros hacen suyo el problema de un vecino, o cuando una madre atenazada por el dolor de la muerte injusta de su hija aún tiene el coraje de balbucear unas palabras y pedir soluciones para que otras hijas, otras madres, no sufran a consecuencia de la codicia de unos y la dejadez de otros.

Son muchos los ejemplos que constatan la existencia de la esperanza, de la ilusión. Somos muchos los que queremos un futuro decente, digno y mejor para nuestros hijos y para las generaciones venideras, pero, por favor, absténganse los sablistas, farsantes, tahúres, buscavidas y encantadores de serpientes. No más mentiras, ni aunque sean de calidad. ¡Por favor, no nos quiten la ilusión, trabajen!, pues como decía el abuelo de un amigo, si no se siembren «les patates», no se comen. ¡Feliz Navidad!

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