Mario Benedetti in memoriam
Conocí a Don Mario en una Feria del Libro. Tomados de la mano, una muchacha y yo caminábamos por el parque, curioseando las novedades de la temporada. Agazapado en una de las casetas, a resguardo del sol -que no del bochorno-, Don Mario firmaba ejemplares de sus obras; extendidos en abanico alrededor, decenas de títulos apuntados hacia su vientre lucían fajas alusivas al mérito del poeta: quinta edición, más de 10.000 ejemplares vendidos, celebrado por la crítica uruguaya. Lo cierto es que Antonio Gala, en la caseta de al lado, conversaba con sus lectores y la cola de los que aguardaban turno ya le daba una vuelta al estanque de El Retiro, mientras que el señor Benedetti, asomado al pretil de un pensamiento extraviado, aguardaba el momento de ser requerido por alguno de esos diez mil ávidos lectores que, en un tris, habían agotado la primera edición de su nuevo libro. Mi amiga, que como yo, había percibido la soledad del maestro, me propinó un codazo, invitándome con la mirada a tomar parte en aquel bufé libre de literatura. Escogimos un modesto ejemplar de Cuentos, una edición de bolsillo por partida doble: en tamaño y en precio, acorde con los limitados recursos de un joven funcionario cesante.
Se nos adelantó otra pareja, salida de no sé donde (quizá de la interminable cola de Don Antonio) con dos gruesos volúmenes recopilatorios que llevaban por título Inventario uno e Inventario dos. Llegado el momento de convertir lo venerable en venerado, el escritor apuntó el extremo de su pluma nacarada hacia nuestro librito y nos miró expectante. No es preciso que ponga nada, le dije un tanto avergonzado. Le agradeceríamos que nos lo firmara por ahí, por cualquier parte, añadió mi compañera.
Don Mario abrió el volumen. Después garabateó mecánicamente su nombre en el espacio en blanco que se abría entre el epígrafe y el primer párrafo.
Nos despedimos cortésmente. A nuestras espaldas, una docena de personas habían tomado posiciones. Nos agradó ser de los primeros en abrir la veda. Se incorporó una señora mayor, con pinta de pensionista no contributiva. Abrazaba ilusionada otro volumen de Inventario. Me sentí un poco tacaño. ¡Quién sabe cuándo volveré a encontrarme con Mario Benedetti!, pensé. Entonces, mi chica me besó. Paseamos y reímos durante toda la tarde. De vez en cuando nos deteníamos y, sentados en un banco o tumbados en el césped, leíamos un cuento en voz alta. La firma de Don Mario apareció en la primera página de una de aquellas narraciones: Los novios. Vivimos la jornada intensamente. Y la semana. Y lo que restaba del mes. Y la dicha de sentirnos enamorados se prolongó durante todo un verano, hasta que un día se agotó. Yo me quedé con el libro de Cuentos. Ella me devolvió el Inventario que mi mala conciencia me había aconsejado regalarle, y en el que, casualmente, encontré parte del consuelo que necesitaba:
Voy a cerrar los ojos en voz baja
Voy a meterme a tientas en el sueño
En este instante el odio no trabaja
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