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Carta del Papa San Celestino V a Benedicto XVI

29 de Abril del 2013 - Agustín Hevia Ballina

Santidad:

En la prospectiva de los siglos, desde el presente año de gracia de 1294, en los idus de diciembre, con la clarividencia con que a los bienaventurados nos ha dotado el Señor Todopoderoso, en una ficticia y virtual navegación por la Historia, me he sorprendido con el breviloquio siguiente: «Declaratio: ex Aedibus Vaticanis, die 10 mensis februarii, MMXIII: iam aptus non sum ad munus Petrinum aeque administrandum», que quizá sea más asequible, si decimos: «Declaración desde el Palacio Vaticano, en el día décimo del mes de febrero de dos mil trece: Ya no estoy en condiciones de administrar convenientemente el legado petrino». Habrá de leerse el todo, interpreto, como una confesión de Su Santidad, en una patente manifestación de la mengua de sus fuerzas.

Con palabras similares, sólo que en un latín más espontáneo, por ser todavía la lengua de casi todos los días, cumplió este humilde Siervo de Dios, el más humilde entre los siervos del Señor, parigual trance, resignando la triple corona que tan pesada me resultaba, hasta el punto de agobiar mis débiles hombros y mis debilitadas fuerzas: también este humilde servidor, hube de pronunciar con palabras de la más profunda solemnidad el «ya no me quedan fuerzas para administrar debidamente el “ministerio heredado de Pedro”».

También a este nunca suficientemente despreciable «siervo de los siervos de Dios» le tocaron, al igual que a Su Santidad, momentos cruciales –entendidos «de cruz»– y plagados de espinas por doquier. Antes de mi elección, los cardenales se hallaban divididos y, lo que resultaba más triste, estaban profundamente mediatizados por los poderes civiles de los Orsini, los Colona y los Galtini. Todos se esforzaban en tirar hacia su partido, de la «túnica inconsutil de la Iglesia», sin preocuparse más que de sus intereses y sin mirar por los de la cristiandad, sin demasiadas precauciones de que podían llegar a rasgar el místico vestido que cubría el Cuerpo de Cristo.

A mí, humilde servidor de Su Santidad, nacido en la Isernia de una Italia sumamente fragmentada; a mí, al que los míos conocían como Pedro de Monte Burrone, fueron a buscarme a mi ermita, donde me había recluido con otros hermanos, a mis veinte años, para imitar al Patriarca de los Monjes de Occidente, San Benito de Nursia, en la más severa de las disciplinas, recibiendo espaldarazo de aprobación por nuestro predecesor Urbano IV, de feliz recordación, en 1265.

Pensaron los cardenales que por mis años ya longevos solucionaría la transición en la Iglesia, y así, llevados por una fama de perfección que estaba lejos de poseer, me eligieron para la suprema dignidad del «ministerio petrino» en cinco de Julio de 1294, llevándose a cabo mi consagración en la ciudad de Áquila, para entronizarme como Sumo Pastor de la Iglesia, en Roma, en 29 de agosto del mismo año del nacimiento del Salvador, de 1294.

Subtítulo: Más de 700 años separan a las dos últimas renuncias en el Vaticano

Destacado: Puedo confesar que sentí una profunda liberación, cuando las «sandalias del pescador», la «triple corona» y el «anillo del humilde servidor de Cristo» dejaron mi cabeza, mis pies y mis manos libres para que mi cuerpo retornara a las humildes manifestaciones de la mística eremítica

Para lo que este humilde servidor habría deseado, como condición para mi aceptación no empezaban las cosas con óptimos preludios. Entré en la Urbe Romana, Sede de Pedro, cabalgando un humilde asnillo, cosa que no desdecía de mi apellido, pero lo que resultó duro para mi humildad fue que dos reyes me lo llevaran del ronzal: Su Majestad Carlos de Sicilia y su hijo Carlos Martel, rey de Hungría. A decir verdad ya empecé a presentir que aquello no era para mí, y empezaban a chocarme palabras, como «entronización», «coronación», «silla gestatoria», «flabelos», «desfiles triunfales», «tiaras», palabras, en fin, muy alejadas de mi habitual vocabulario, avezado a discurrir por derroteros más de humillación que de roces con altas alcurnias.

He comprobado cómo Su Santidad, Benedicto XVI, habíais empezado a encontraros con términos de amplio alcance semántico, al igual que este humilde servidor. Y logré también buscarles y llegué a encontrarles coherencia jurídica. Humildemente he de reconocer cómo empecé a experimentar, casi aplastándome, el peso de la triple corona o tiara. Excogitaba sin cesar motivos que pudiera alegar en busca de descargo y alivio para mis cortos y limitados posibles. Acabé sintetizándolos en fórmulas simples, que cobraran apariencias de juridicidad y, un día de las kalendas de septiembre de 1294, casi entre místicas contemplaciones, se me hizo plausible que difícilmente podría llevar adelante la tarea que el Espíritu parecía haber puesto sobre mis hombros, llegando a la formulación de que «estaba falto de la suficiente ciencia» («ex defectu scientiae»).

Iba avanzando ya hacia las nonas de octubre, cuando se me reveló que sería muy duro continuar en el humilde ejercicio de mi cargo por «la maldad misma del pueblo», la Iglesia de Nuestro Señor, encomendada a mis desvelos, que se debatía en medio de muy altos niveles de corrupción, lo que resumía en el latín de las escuelas con el consabido «ex malignitate plebis». Continué en la lucha que a mí, humilde siervo del Señor, se me volvía imposible de afrontar, puesto que mis flaquezas, que tanto me limitaban, me lo revelaban cada día más claramente y ello se cifraba en lo que los eruditos del Derecho y expertos en el Digesto y en las Pandectas justinianeos denominaban «infirmitas personae» o «debilidad de la persona», que se hacía bien ostensible por el cúmulo de limitaciones que en mí concurrían.

A trancas y barrancas conseguí sostener la carga del Papado o del «ministerio petrino» hasta los Idus de Diciembre del mismo año de gracia, en que hube de rendirme a las evidencias de mi impotencia, que me llevó a ser el primer siervo de los siervos de Dios, que renunciara al triple poder, que, como Papa, como Obispo y como Rey, se me había confiado por el Espíritu, en lo temporal, en lo espiritual y en el de gobierno mismo sobre la Esposa de Cristo. Puedo confesar que sentí una profunda liberación, cuando las «sandalias del pescador», la «triple corona» y el «anillo del humilde servidor de Cristo» dejaron mi cabeza, mis pies y mis manos libres para que mi cuerpo retornara a las humildes manifestaciones de la mística eremítica, que tan plácidamente había practicado en el eremitorio de mis amores; para que emprendiera nuevos derroteros por las vías de la ascética de mis hermanos y para que me encontrara cercano a ellos y al Dios, al que anhelaba aproximarme, siempre desde las más cálidas humildades, como a Padre más que como a Señor y Todopoderoso. Fue día para mí en extremo memorable aquel de los Idus de Diciembre, en que colmaba un Pontificado de cinco largos meses, con su semana de complemento, en que había ocupado, indignamente –así lo sentía con plena clarividencia– la «Silla de Pedro».

En las palabras de su renuncia, Santidad, como el Sumo Pontífice Benedicto XVI, escucho entre las nieblas de la virtualidad más hermosamente susurrante, escucho expresiones como ésta, que un servidor también habría podido alegar: «después de examinar con minuciosidad mi conciencia, he llegado al reconocimiento seguro de que mis fuerzas, al agravarse mi edad, ya no son aptas para administrar convenientemente el legado petrino». Han resonado palabras, recitadas en el cálido latín de todos los tiempos, en que se habla de «padecer» de «oración», de los «rápidos cambios de nuestro tiempo, que exigen el mayor vigor para gobernar la nave de Pedro y para anunciar el Evangelio»; os mostráis humilde en grado sumo, «reconociendo que el vigor necesario hasta tal punto se ha debilitado en vuestra persona que os lleva a reconocer vuestra incapacidad para administrar convenientemente el ministerio de Obispo de Roma y de Sucesor de Pedro, ministerios ambos a Vuestra Santidad confiados». También habéis expresado palabras de solemnidad por las que declaráis, Santidad, que, con absoluta y plena libertad, renunciáis y dejáis vacante la Sede de Roma y la Sede de San Pedro.

Entre mi actitud de hace 719 años poca distancia hay con la decisión que habéis tomado, Santo Padre, Benedicto XVI. Salud abundante y gracia os deseo en Cristo. Celestino V, siervo que fue de los siervos de Dios, desde la Roma de los siglos.

Agustín Hevia Ballina

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